Nagorno-Karabaj y los límites del derecho internacional

Por Andrea Sáiz.

Estudiante de Derecho en la Universidad de Valencia, España.

Ha sido necesario esperar a que estallara una nueva guerra para escuchar por primera vez el nombre de “Nagorno-Karabaj” en los telediarios. Pero lo cierto es que han pasado ya casi dos décadas desde que este pequeño enclave, atrapado en Azerbaiyán, se autoproclamara un Estado soberano. La inmensa mayoría de su población es armenia y cristiana ortodoxa. Esto saca a relucir un fuerte contraste con la población musulmana que habita el Estado azerí, al cual pertenece jurídicamente.

Tras largos años de vicisitudes, el fin de esta última guerra, que no tiene por qué ser la última, parece poner de relieve la suerte de todos aquellos armenios que se han convertido en extraños en su propia tierra. La guerra por Nagorno-Karabaj en 2020 ha empezado y acabado con la indiferencia de los organismos internacionales. Y sobretodo, con un papel de Rusia más que enigmático.

Lo que ocurre en esta región, se remonta al desmembramiento de la Unión Soviética. Alto Karabaj o “Artsaj”, como dirían los armenios, había sido parte de la república soviética de Azerbaiyán. Aún así, Stalin sabía que se trataba de una zona controvertida y le concedió cierto régimen de autonomía. Se trataba de un territorio que, desde tiempos ancestrales, ya estaba poblado por una rotunda mayoría armenia.

Durante la era comunista, el viejo debate de Nagorno-Karabaj permaneció silenciado. Fue en el ocaso de la URSS cuando Gorbachov amplia libertades. Esto permite a la región de Nagorno-Karabaj iniciar la búsqueda de su propio destino. El mismo año de la disolución de la Unión Soviética convocan referéndum para emanciparse de Azerbaiyán, que estaba en sus antípodas religiosas y culturales. En el año siguiente,1992, proclaman su independencia. Resulta evidente afirmar que Azerbaiyán nunca la aceptó. Se sucedió una guerra, hasta 1994, que derivó en más de treinta mil muertes. Azerbaiyán entendió la insuficiencia de su capacidad militar en una región con un organizado y hegemónico control armenio. A pesar de ello, ambos bandos violaron el alto el fuego a lo largo de los años sucesivos. Un alto el fuego que creó la ilusión del cese de la guerra, aunque jamás hubo un acuerdo de paz.

Ahora la historia vuelve a repetirse. Ningún país inicia una guerra sin el convencimiento de que puede ganarla. Mientras que la intención de Artsaj es perpetuar el Status Quo, los azeríes no se obstinan a perder lo que consideran suyo. Por añadidura, Azerbaiyán ha experimentado en los últimos años un ininterrumpido crecimiento económico, a raíz del descubrimiento de un gasoducto estratégico. Esto se tradujo en inversión militar.

El hecho decisivo llega con el rotundo apoyo diplomático y armamentístico de Turquía, un país que experimenta un resurgir nacionalista inspirado en el espíritu del Imperio Otomano. Por otro lado, Rusia, que quiere volver a proyectarse al mundo como la gran potencia que llegó a ser la URSS, apoya a Armenia. Lo hace bajo el Tratado de Seguridad Colectiva, un compromiso militar mediante el cual Rusia intervendría solo si se produce una intromisión en territorio Armenio.

El conflicto de Nagorno-Karabaj está lleno de particularidades. Una observación simple puede concluir que los bandos se confrontan por motivos territoriales. Pero la razón del conflicto supera lo estrictamente territorial, lo religioso e incluso lo étnico. El elemento sustancial se acerca a la búsqueda de influencia sobre el Cáucaso sur. El viejo fantasma imperialista vuelve a acechar en el viejo continente un siglo después de la Gran Guerra.

Aunque son los armenios y azeríes los que combaten por un territorio del tamaño de Murcia, la guerra reciente se ha producido gracias la instigación de Turquía a Azerbaiyán para iniciar las ofensivas. Hay intereses que trascienden del dominio de Artsaj. Todo se disputa en un incansable pulso de poder en el tablero geopolítico. A Maquiavelo se le pondrían los vellos de punta al descubrir que en esos intereses, Artsaj no es el fin, sino el medio.

Rusia no destaca precisamente por respetar el derecho internacional. Especialmente después de lo sucedido en la península de Crimea. Pero lo cierto es que, en este asunto, desde el plano jurídico, nada se le puede reprochar. El Tratado de Seguridad Colectiva, una especie de réplica de la OTAN firmada por las ex repúblicas soviéticas, obligaba a Rusia a intervenir en caso de que el conflicto hubiera alcanzado territorio armenio. Cabe recordar que Nagorno-Karabaj es una república de facto no reconocida por ningún miembro de la ONU.

Rusia, en su pleno derecho, seguramente ya esté alegando que el conflicto ocurrió fuera de las fronteras armenias, y que, por tanto, el tratado no prevé obligación de intervención. Lo que no pueden ocultar esas alegaciones es que quien se encontraba en el frente era el pueblo armenio y que, se mire desde un ángulo u otro, Armenia había quedado desamparada. Rusia, consciente de la debilidad de las fuerzas armenias, acaba por intervenir cuando sus pérdidas territoriales ya se han hecho efectivas. Una intervención tan aplazada sugiere la oscura idea de que la demora haya sido deliberada.

No sería del todo descabellado especular sobre un Tratado oculto entre Turquía y Rusia. Turquía hubiera podido permitir a Rusia desplegar sus tropas de paz en Artsaj a cambio de que esta las retirara en Siria. Por otro lado, el papel de los Estados occidentales ha brillado por su ausencia. Si se tiene en cuenta que la Unión Europea necesita a la potencia petrolera Azerbaiyán para reducir la dependencia de Rusia, su abstención cobraría sentido. Aún así, el 30 de Septiembre, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) pide a Armenia y Azerbaiyán que eviten acciones militares que ocasionen peligro para la vida de la población civil.

Esta petición, a modo de medida cautelar prevista en el artículo 39 del reglamento del procedimiento del TEDH, no ha sido suficiente para evitar la muerte de decenas de civiles. A pesar de que todos los países implicados firmaron el Convenio Europeo de Derechos Humanos, parece que la obligatoriedad de la norma solo alcanza a los países occidentales.

En definitiva, la naturaleza de este conflicto es paradójica y no puede encontrar una solución duradera en las armas. Los armenios, que fueron víctimas de genocidio por el imperio turco a partir de 1915, vuelven a ser el objetivo de una Turquía nostálgica de su pasado imperial.

La comunidad internacional, consciente de la vulnerabilidad de los habitantes de Artsaj, ha decidido mirar a otro lado, seguramente porque el gasoducto de Azerbaiyán pasa por Turquía hasta llegar a Europa.  Una vez más, el derecho internacional se tambalea cuando se topa con las ambiciones de dominación de las grandes potencias.