Por Nathalie Walker Silva.
Profesora de Derecho Civil; Derecho y Tecnología, en la Universidad Andrés Bello.
El día 1º de septiembre de 2021 ingresó al Congreso Nacional el proyecto de ley para la regulación de plataformas digitales (Boletín Nº 14561-19). Dicha propuesta nació en el marco del debate del proyecto de protección a los neuroderechos (Boletín Nº 13828-19), en atención a la incidencia que las plataformas digitales tienen en materia de percepción y desarrollo cognitivo.
La iniciativa –inédita a nivel mundial– contó con el patrocinio de los senadores Chahuán, Coloma, Goic, Girardi y De Urresti. Tuve el honor de colaborar en su redacción y de trabajar junto a un gran equipo humano, integrado, entre otros especialistas, por el profesor Carlos Amunátegui Perelló y la profesora Isabel Cornejo Plaza.
La moción pretende regular la situación de las plataformas de servicios digitales que direccionan específicamente su contenido a Chile, así como de los usuarios de ellas, en el entendido de que dichas plataformas no sólo contribuyen a crear contenidos culturales, informar, conectar o servir como motor del mercado, sino que también son una fuente de vulneración a los derechos de las personas. En cuanto a este último punto, la autorregulación de las plataformas ha demostrado ser ineficiente y, por lo mismo, es preciso que el Estado “juegue un rol activo en estos medios tan incidentes en la ciudadanía y que cumpla su rol de garante del Estado de Derecho y de la protección de los derechos fundamentales” (proyecto de ley, sección I. Antecedentes).
El foco de la iniciativa está en la generación de un marco regulatorio que permita la protección de las personas en materia de datos personales, de libertad de expresión y de los efectos derivados de la aceptación unilateral de condiciones impuestas por las plataformas digitales en el marco de contratos de adhesión.
Sobre este último punto, es muy relevante la consideración del hecho –patente y tácitamente reconocido– de que los consumidores no leen los contratos de consumo que celebran a diario. Sabido es que, cuando el usuario “acepta los términos y condiciones del contrato”, o bien no lo ha leído en absoluto, o bien ha efectuado una lectura somera o superficial de esas cláusulas previamente redactadas. Por lo mismo, y en el marco de la concepción tradicional, resulta viable la discusión en torno a si la voluntad expresada en ese contexto es realmente suficiente para formar el consentimiento. En tal sentido, hay autores que postulan que, en esta realidad, ya no cabe hablar de contratos de consumo sino que de “vínculos de consumo” (Sobrino, 2020, Contratos, neurociencias e inteligencia artificial, p. 107 y ss).
Este tipo de consideraciones configuran un cambio de paradigma para las relaciones de consumo, en el cual se reconoce, entre otras cosas, que el consumidor maneja muy poca información para efectos de contratar –sobre este punto, se ha llegado a decir que las plataformas digitales conocen mejor al consumidor que él a sí mismo– y que gran parte de las veces éste cree actuar en forma racional, pero procede, más bien, movido por consideraciones de carácter emocional. En tal sentido, la debilidad estructural en que se encuentra el consumidor se traduce en asimetrías en la capacidad de negociación, de carácter técnico, económico, legal o de conocimiento (Sobrino, ídem, p. 283).
El proyecto en comento define a las plataformas como: “toda infraestructura digital cuyo propósito es crear, organizar y controlar, por medio de algoritmos y personas, un espacio de interacción donde personas naturales o jurídicas puedan intercambiar información, bienes y servicios”. Y sobre el actuar de las mismas, contempla los principios fundamentales de equivalencia entre el espacio físico y digital (es decir, deben estar sometidos a reglas equivalentes), el cumplimiento normativo (los espacios digitales creados por las platformas deben diseñarse para cumplir el derecho imperante) y la universalidad de acceso (las plataformas deben proveer servicios universalmente accesibles y no discriminatorios.
Asimismo, la iniciativa contempla derechos para los usuarios de las plataformas digitales: el derecho a la no discriminación, libertad de expresión, derecho al olvido y a rectificación, en un marco de especial tutela a personas vulnerables y con pleno respecto al debido proceso.
Tal como ha reconocido Carlos Amunátegui en una reciente columna de opinión (Amunátegui, Proyecto de ley sobre plataformas digitales, El Mercurio legal, 7/9/2021), una de las innovaciones de mayor interés que incorpora el proyecto radica en su artículo 14º, el que dispone que: “Los consumidores digitales no se entenderán obligados por los términos contractuales ofrecidos por la plataforma sino en cuanto involucran las condiciones esenciales y más evidentes del contrato suscrito, que consisten en la esencia del acto o contrato celebrado y que el consumidor digital no habría podido ignorar sin negligencia grave. En los demás términos contractuales, estos serán obligatorios sólo para la plataforma y el consumidor digital se obligará a ellos sólo en cuanto los invoque como fundamento de su derecho”.
Lo anterior resulta novedoso y es un aporte relevante desde un punto de vista legislativo, ya que reconoce, en una sana doctrina interpretativa en materia de consumo, que el consentimiento dado por el consumidor cuando “acepta los términos y condiciones” –en la fórmula sacramental tan conocida– sólo abarca las condiciones esenciales del contrato o vínculo al que ha suscrito. No más que eso. En esa línea argumentativa, parte de la doctrina ha expresado que, en tal orden de cosas, más que un “consentimiento” lo que existe es un “asentimiento” a los términos y condiciones prefijados por una de las partes; y, yendo un poco más allá, ha postulado que “no se puede imputar ningún tipo de negligencia al consumidor por no hacer lo que nadie hace en el mundo”: leer los contratos (Sobrino, ídem, 79).
Es de esperar, entonces, que la iniciativa presentada al Congreso pueda dar lugar a una discusión legislativa que tenga siempre en mente la necesidad de que las personas puedan participar de entornos digitales seguros, equitativos, transparentes, no discriminatorios y que, a su vez, puedan expresarse en ellos en forma libre y responsable.