Por Christian Vidal Beros.
Abogado por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Máster de la Universidad de Salamanca. Postgraduado en Derecho Público Global de la Universidad de Castilla-La Mancha. Profesor de las Facultades de Derecho de las Universidades Andrés Bello y Pedro de Valdivia, y de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad Finis Terrae.
Desde hace un tiempo, los conceptos de diversidad e inclusión han dejado de ser parte del mundo de la sociología para trasladarse a otras ciencias sociales, no estando el Derecho, ajeno a ello. Desde un tibio reconocimiento desde la vereda de la “tolerancia” a fines de la década de los noventa del siglo pasado, al actual siglo, donde el simplemente “tolerar” ha dado paso a políticas de diversidad y pluralismo como fomento de la diferencia en la sociedad en general, y en empresas en particular. El ordenamiento jurídico –como en la mayoría de los casos–, lamentablemente muchas veces llega tarde en reconocer realidades sociales vivas. Desde el punto de vista de los derechos fundamentales, es difícil encontrar constituciones que derechamente promuevan políticas sociales y jurídicas de inclusión, pluralismo y diversidad. No obstante, de manera muy tímida, distintas leyes y constituciones, prohíben todo tipo de discriminación.
Es justamente a nivel normativo, como consecuencia de la protección de trabajadores a través de procedimientos de tutela de derechos laborales, donde primeramente comenzó a consagrarse una prohibición expresa a la discriminación arbitraria, promoviendo la diversidad al interior de las distintas organizaciones. Es por ello, que el derecho laboral ha sido quien ha promovido de manera más tácita que expresa, la adopción por parte de las empresas, de políticas regulatorias y de autocontrol en relación con diversidad e inclusión.
Como otros autores ya lo han identificado, el mundo de la moda no posee un estatuto jurídico claro, ni menos legislativo, en relación al conjunto de relaciones jurídicas que al interior de las empresas, diseñadores, cadenas de retail y de toda la línea de producción pueda darse. Hasta no hace mucho tiempo, había consenso en que la única solución a una regulación global por parte del derecho a una industria transnacional como la moda, era asumida por el derecho internacional público y su propio sistema de fuentes.
Es importante señalar que el Derecho establece parámetros, lineamientos mínimos de conducta y que somos las personas –y en este caso las organizaciones–, las llamadas a mantener vivas las políticas corporativas. Una empresa no puede quedarse satisfecha implementando una Política de Inclusión, Diversidad y No Discriminación (PIDND) que simplemente “cumpla con la ley” o que permita que personas diversas trabajen en la compañía. Lo anterior además de mezquino sería ineficaz.
Producto de lo anterior, no ha sido el Hard Law el que ha proporcionado soluciones eficaces y oportunas para regular sistemas propios de industrias determinadas. Han sido las normas de Soft Law, entre las que podemos encontrar a la lex mercatoria, la normativa ISO, los principios de gobierno corporativo o la lex sportiva, quienes han creado sistemas propios de autoregulación normativa.
¿Difieren acaso todos los ejemplos de lo que podríamos aspirar en una regulación global –y judicial– a la industria de la moda? Creemos que no. En efecto, cuando nos encontramos frente a prácticas que muchas veces dependen de la voluntad de adhesión de una determinada empresa, industria o gremio, resulta más complicado que el derecho positivo pueda ser capaz de entender dichos estándares o principios. Por lo anterior se hace necesario, justamente por la voluntariedad en la que podemos encontrarnos hoy, que sean los propios actores de la industria quienes se autorregulen y obliguen a someterse a estándares y principios aceptados por todos.
Es por los ejemplos dados, que consideramos que la autorregulación en la industria de la moda puede constituir un principio de estándares aplicados a la industria para así transformarse en un derecho global, a modo de soft law, comenzando, justamente por la implementación de códigos de conducta corporativas.
De acuerdo a lo anterior, cabe señalar que dentro de las características que los códigos de conducta o políticas corporativas internas de las empresas tienen, éstos en primer lugar no son de naturaleza legal. Es importante tener presente que como ya lo hemos advertido, las políticas corporativas no nacen del derecho estricto o hard law. La única intervención –indirecta–, que el derecho “duro” pueda tener en ellas, es que el legislador ordene que las empresas cuenten con políticas corporativas internas en determinadas áreas, principalmente para efectos de demostrar al regulador, su comportamiento autorregulatorio.
En segundo lugar, las políticas corporativas son obligatorias solamente en la medida que una empresa se haya adherido a ella, habiendo sido aprobada por el órgano de gobierno corporativo respectivo (pudiendo ser éste el directorio de la empresa, en la mayoría de los casos). Ahora bien, habiéndose adoptado por parte de una compañía una determinada política o código de conducta, la empresa es la primera obligada a su cumplimiento, principalmente porque ésta es el sujeto pasivo de respetar los principios en ella establecidos.
Teniendo claro que las políticas corporativas no son leyes, estos códigos de conducta corporativos debieran ser fuente interna creadora de derecho “blando”, es decir, un soft law corporativo, cuyo “piso normativo” sería lo señalado por la ley, tendiendo siempre la política corporativa a ir “más allá” del mínimo establecido por el legislador (hard law). No obstante, el hecho de que sean postulados voluntarios a los cuales se someten las empresas en diversos temas, esto no hace que las políticas corporativas sean meras declaraciones de principios. Por el contrario, estos códigos deben establecer sanciones a la vulneración de los principios y derechos en ellos contenidos.
Como consecuencia de lo anterior, se debe definir la existencia de un órgano de control encargado de fiscalizar el cumplimiento de la política, para que éste no sea una mera declaración de principios éticos, algo ya señalado en los puntos precedentes. Será en el caso de la mayoría de las empresas –sean o no de moda–, el propio Directorio que aprobó la política, el que determine qué personas y/o gerencias dentro de la propia administración, tomen la responsabilidad de velar por la fiscalización y cumplimiento interno de la misma.
Finalmente, y como en todo orden de normas obligatorias, el código de conducta debe tener publicidad a sus destinatarios. Tal como ocurre con la publicidad de las normas, los destinatarios de las mismas deben tener conocimiento de sus disposiciones, lo cual en la práctica puede realizar la empresa publicando el texto de la política corporativa en su web interna (intranet) o externa, muros informativos o enviado por correo a todos los trabajadores.
Sin duda un tema entretenido y de gran relevancia, no solo jurídica, sino que sin duda económica. La diversidad e inclusión deben partir en toda empresa –de moda o no–, como una forma de autorregulación normativa en temas de cumplimiento corporativo interno. Lo anterior otorga un valor reputacional mayor a aquellas empresas que establecen principios de respeto y promoción a la diversidad.
En el caso de las empresas de moda, el desafío es mayor. Además de cumplir con aspectos de relación interna, deben promover externamente, a modo de imagen y marca corporativa, principios y valores que incorporen nuevos estándares y conceptos de belleza y moda inclusiva, de acuerdo a los nuevos tiempos. El desafío de la creación y difusión normativa es de los abogados. La planificación y el éxito de la imagen de la marca será, de los responsables de marketing.
[1] El presente artículo es un resumen del presentado con el mismo nombre en los Cuadernos del Centro de Estudios en Diseño y Comunicación de la Universidad de Palermo , disponible en el siguiente enlace: httpss://fido.palermo.edu/servicios_dyc/publicacionesdc/cuadernos/detalle_articulo.php?id_libro=832&id_articulo=17097