¿Por qué comentar el diseño institucional del sistema jurídico cuando se es aún (relativamente) joven?

Por Kevin I. Seals Alfaro.

 Egresado en Derecho y Minor en Ciencias Políticas por la Universidad Adolfo Ibáñez. 

Pido al señor lector que, por esta vez, excuse el estilo de la columna que es alta en consideraciones autorreferenciales y de avisos publicitarios, distinto al tono habitual que he venido desarrollando.  

Hace un par de meses participé de la ceremonia de licenciatura de mi promoción y, siguiendo la tendencia “publicista” de mi generación, posteé unas imágenes en mis redes sociales, lo cual dio pie para una serie de muestras de cordialidades y otros tipos de afectos entre mis pares de la facultad, amigos y familiares.

Dentro de esas saludaciones –en gran parte inmerecidas e injustificadas, pues, sólo se cumple con el deber personal al concretar las metas y proyectos de vida que uno decide llevar adelante–  se me hizo notar dos cosas que motivan estas líneas: primero, que mis columnas sí son leídas y son objeto de interés y critica por parte de mis compañeros, opiniones que agradezco y a las que siempre estaré abierto a recibir con entusiasmo, pues creo en los consensos temáticos y en el dialogo como la vía para llegar a nuevas y mejores verdades; y, segundo, haciendo un ejercicio de abstracción, en general se mira positivamente osado el hecho de que jóvenes escriban o –utilizando la expresión que me acuñó un compañero de Facultad– “critique” el diseño y lógicas del sistema en términos generales, pues, por razones obvias (extensión del formato del escrito y la falta de especialización académica más allá de la mera formación universitaria en la licenciatura y en el Minor de ciencias políticas, y el gusto personal por la historia y teoría de las instituciones jurídicas) carecen de un planteamiento atractivo, a nivel teórico [1].

Valga aclarar sobre este punto dos consideraciones: (i) agradecer en su propia casa a la Revista LWYR, el espacio que ha dado a todos los universitarios y egresados que hemos publicado en su medio, pues -al dar difusión a interesantes visiones del sistema jurídico en sus distintas ramificaciones, hace posible pensar críticamente lo que algunos llaman “nuevo Derecho” [2]; y (ii) a diferencia de la impresión que puede generarse en el lector, no pretendo presentarme como un experto en las Ciencias Jurídicas ni escribo con vanidad o de manera aspiracional. Muy por el contrario, sólo intento hacer patente, con mucha prudencia e inquietud, la siguiente situación: existe un gran desafío que convoca a las nuevas generaciones de profesionales del Derecho –yo diría que abarca a quiénes se han licenciado desde el primer lustro del siglo y que han visto un vertiginoso recambio de mentalidad en la concepción de las instituciones sociales (la política, las nuevas familias, el replanteamiento de nuestras relaciones interpersonales, el lugar que deben tener ciertas instituciones en la sociedad y en la vida privada (p.ej., el decaimiento del rol de la iglesia), el reconocimiento de nuevas responsabilidades morales (como la posibilidad de la eutanasia y su articulación penal y civil, etc.) y el surgimiento de nuevos desafíos derivados del descubrimiento y aplicación de la tecnología (robótica y realidad virtual, la suplantación de los humanos por algoritmos), el cambio climático y sus devastadoras consecuencias para la continuidad de la vida humana y la convivencia de nuestra especie con otras formas de vida (los animales y la naturaleza en cuanto ecosistema)– en atender el sentido y alcance del diseño institucional al punto de equilibrar binomios que, tradicionalmente se entendían como antítesis, y que hoy conviven como elementos concatenados de una ecuación: justicia y arbitrariedad, formalidad y velocidad en el proceso de la toma de decisiones, democratización y dominación, superioridad moral e hipocresía intelectual, etc.

Así, el asunto a comentar es: ¿Qué pueden aportar las generaciones más inexpertas en la praxis del Derecho que hasta ahora nuestros propios formadores –sean referentes aún vivos o quienes han trascendidos en el tiempo a través de sus obras, pero todos hijos de la segunda mitad del siglo pasado– no hayan ya pensado? Lo cierto es que, parafraseando al ex Pdte. Piñera, cada generación tiene sus propios y genuinos desafíos y anhelos, de modo que quienes hemos crecido y adquirido la conciencia de que una sociedad compleja nos golpea de frente y confronta a los tradicionales cánones de convivencia, le corresponde precisamente a esa generación militante de su tiempo hacerse cargo de los problemas que ellos mismos han generado, heredado o descubierto.

En este sentido, en lo que respecta a la actividad profesional y académica que nos convoca, el Derecho (nacional) debe ser repensado, actualizado y simplificado conforme a las nuevas exigencias de estabilidad y coherencia interna del sistema legal con la propia realidad imperante, a fin de cubrir, mediante interpretaciones (construcción sistemática de las instituciones jurídicas, realizada por la doctrina) y formulación de reglas claras y simples (elección del correcto y eficiente proceso de diseño de las normas, aplicación y vigilancia de cumplimiento), el mayor número de hipótesis abstractas que den sentido de justicia material a las tantas actividades como correspondiesen a sus respectivas realidades. Una correcta forma de atender a las demandas sociales por justicia es ejercitar profunda y constantemente la reflexión por el tipo de justicia a la se aspira y las condiciones materiales que la hacen posible. 

En este proceso de readecuación, la comunidad jurídica toda se ve emplazada a participar. La academia, como es evidente, es el actor insigne de dicha actividad, pues de ellos depende dotar de sentido normativo (sistematización de las instituciones) y fundamentalista (análisis de los fundamentos morales y políticos que yacen intrínsecos en el proceso de construcción de las instituciones jurídicas) a la ley; los operarios del derecho, es decir, quienes hacen posible que las instituciones funcionen en sus distintas dimensiones (abogados, funcionarios de los tribunales y de la administración pública, auxiliares de justicia, las propias instituciones a través de sus distintos departamentos burocráticos, asesores jurídicos legislativos y políticos y del mundo privado) por el hecho de ejercer libremente la profesión y aplicar la norma al variopinto concurso de hipótesis casuísticas que devienen de la realidad, están llamados a utilizar los canales propios del gremio (el Colegio de Abogado, las distintas revistas universitarias del país, los foros de expertos, publicaciones privadas de los distintos estudios o bufetes jurídicos de prestigio, los centros de estudios relacionados al Derecho –que la mayoría de las veces funcionan como think tank de los partidos políticos–, etc.) de publicitar el actual estado de aplicación y conflictividad de las normas a modo de que el actor insigne de este proceso tome conocimiento de esta realidad y la procese, constantemente, en su trabajo de sistematización y fundamentación.

Y es en este “micro mundo” en el que los jóvenes profesionales del Derecho cobran relevancia: desde hace un tiempo a la fecha es común que en las Facultades y Escuelas de Derecho del país, la planta del profesorado, en su mayoría abogados no mayores de cincuenta años, tengan el grado de Doctor o PhD en Derecho y otras menciones académicas de las ciencias sociales (principalmente, ciencias política, relaciones internacionales y económica en sus distintas dimensiones, materias relacionados con la tecnológica –v.gr., manejo de datos–), y que las han obtenido de universidades extranjeras de prestigio (dependiendo de la temática, destacan las universidades alemanas, francesas, españolas, y de la tradición del common law), de modo que al momento de analizar el sistema jurídico chileno combinan la tradición dogmática nacional y el conocimiento del Derecho Comparado. Esto importa para los efectos de que sus alumnos, al momento de ejercer la profesión, conciben la realidad normativa imperante desde las influencias modernas, aportando una versión actualizada y critica al funcionamiento de las instituciones.

Con todo, esto se no se trata de un trabajo individual, sino que -dado el exceso de información y conocimiento, devenido de la “democratización” que supone el uso de plataformas digitales- es un trabajo colaborativo que exige el encuentro interdisciplinario y de una especialización mayor par parte de los profesionales, de modo que al abogado no debe bastarle con lo que aprendió en el pregrado o en algún diplomado de especialización temática, sino que, reposa en su prestigio profesional y carga histórica y moral que yace en su profesión, adentrarse en las materias funcionales –y muchas veces fundantes– del Derecho, tales como, la ciencia política, relaciones internacionales, la historia (en especial la historia legislativa y de las instituciones, lo que conforman el estudio de la historia del Derecho [3]), las lógicas generales del funcionamiento económico (conocimiento de la micro y macroeconómica y ciertas consideraciones de contabilidad, en la media que se relacionan con la Libre Competencia y el conocimiento del negocio de las Empresas Reguladas –servicios sanitarios, Derecho eléctrico–), líneas generales de la filosofía (la lógica, filosofía moral y política, teoría general del lenguaje) e incluso conocimientos del lenguaje tecnológico, pues, los nuevos procesos legislativos deben tener en consideración la realidad de los neuroderechos y protección de datos personales. Y, además, es un trabajo inter e intrageneracional de continuo, de modo que se exige, a nivel personal, un ánimo de ostentar de manera prolongada la calidad de “aprendiz” y atribuirle a la persona que genera la influencia la calidad de “maestro”.

En este sentido, y cuestión muy propia de nuestra área, supone adherirse de manera total o ecléctica al planteamiento de las generaciones que nos preceden –de ahí, además el gusto, un forzado del abogado, por la historia, pues, siempre se requerirá el conocimiento y el ánimo de rescatar y revisar lo que se ha hecho anteriormente– con el fin de que proceso de repensar el Derecho suponga ser la mejor versión de la realidad anterior a la nuestra, pues la lógica de “borrón y cuenta nueva” no es de utilidad ni da seguridad para los efectos de proteger los intereses que motivan la creación primigenia de las instituciones jurídico-sociales.

Verbigracia de lo que hasta ahora he dicho: la ley que introduce el “matrimonio igualitario” (Ley nro. 21.400) no extiende el ius connubi a las personas del mismo sexo, sino que introduce una serie de modificaciones a regulación filial del Código Civil, como es el reemplazo de las expresiones “padre” o “madre” por el de progenitores; avanzando, de este modo, hacia un sistema jurídico que no hace distinción, en el contexto de familia, debido al género de los respectivos padres. Empero, hasta ahí no surgen mayores problemas para restructurar la sistematización del Derecho Filial, pero ¿qué pasa, en materia de Seguridad Social –que es una de las artistas poco estudias dentro del Derecho de Familia– con bono por hijo nacido vivo al que tienen acceso las mujeres mayores de 60 años: ¿será aplicable a las personas trans y qué pasa con los matrimonios homoparentales?

Para que pueda ver el lector, la asesoría y discusión que pueden aportar los abogados en el proceso legislativo no basta, de modo que el análisis de estos “detalles” solo pueden evidenciarse por el ejercicio de la práctica profesional, de modo que debe hacerse patente para que la academia y la doctrina emitan opinión respecto a la sistematización y coherencia interna de las distintas figuras jurídicas; sirviendo de base, por cierto, para una posterior –pensemos ingenuamente– reforma legislativa que aspire a un adecuado diseño.  


[1]   Hasta ahora en la Revista LWYR he publicado tres columnas de opinión: dos relativas a la institución matrimonial en perspectiva de proteger los intereses de las congregaciones religiosas y su libertad de limitarse a celebrar matrimonio de parejas del mismo sexo, dejando, en parte, en evidencia mi tendencia por la “familia tradicional”, pero, a su vez, en favor de la protección de las disidencias sexuales y del nuevo Derecho de familias; y una columna, que hasta ahora pretende ser la primera de una serie temática, relativa al derecho a la educación como una actividad económica, sus problemas y posibles sociales dentro del actual diseño.

Sin embargo, cuento con otros dos comentarios en Ius Novum: una columna de opinión relativa a la posibilidad de restituir el voto obligatorio; y una “Carta al director” en que hago una mención bibliográfica para entender el nuevo panorama del derecho de propiedad privada que se avecina con una eventual “nueva constitución”.   

[2] Por “nuevo Derecho” me refiero única y exclusivamente a la necesidad que la doctrina más moderna ha hecho respecto a revisar los cuerpos legales ante las nuevas realidades tecnológicas, políticas y socioeconómicas tanto en el plano nacional como la constante y progresiva realidad del mundo globalizado, v.gr., desde el Derecho Privado Patrimonial, área que es de mi interés, desde principios de la década de 1990  con la publicación de la Convención de Viena sobre Compraventa Internacional y, entrado el siglo XXI, la elaboración de los Principios Unidroit sobre Contratos Comerciales Internacionales se han esgrimido dos líneas de reforma: primero, reformar el Libro IV del  Código Civil, en términos de estructurar un sistema de remedios contractuales unificado y a la altura del Derecho Comparado, y, segundo, en sede mercantil –desde hace ya varios años, téngase presente el trabajo de la Profesora Lorena  Carvajal– se ha planteado una posición más radical –pero no ajena a una realidad– de fusionar el Código Civil con el Código de Comercio.  

[3]  Es en este sentido que el debate sobre la utilidad del Derecho Romano, en cuanto catedra obligatoria u electiva, pero existente en la malla académica, cobra sentido, pues, tal como dijo el profesor Francisco Samper –de quien tuve el privilegio, en el pregrado de la Facultad de Derecho de la Universidad Adolfo Ibáñez, de ser su alumno–, parafraseándolo: lo que diferencia al abogado (en cuanto profesional universitario) del técnico jurídico es el conocimiento de las bases funcionales de las instituciones jurídicas. Y ese conocimiento viene, en parte, del estudio del Derecho Romano, pues, en la medida que se conocen las versiones originales y las modulaciones históricas de las instituciones jurídicas se puede entender el espíritu e intereses que, a través de ellas, se pretende proteger.