Por Juan Pablo Torres.
Abogado por la Universidad Mayor. Especializado en Derecho Administrativo en la misma casa de estudios, y en Derecho Público en la Universidad Católica de Temuco.
Casi 20 años han pasado de los hechos que, tiempo después, dieran origen al fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “Atala Riffo y niñas vs. Chile”. Fue en ese entonces que, en un esperado pronunciamiento, esa judicatura declarara, entre otras cosas, que el Estado chileno incumplió sus obligaciones referentes a la no discriminación, la protección de la vida privada y la familia.
La sentencia, que se convirtiera no solo en un referente a nivel global sobre no discriminación por orientación sexual, sino que también reconociera nuevas formas de hacer familia y se pronunciara sobre el cuidado que personas homosexuales podían brindar a niños y niñas, significó -sin duda- un hito para nuestro país en el inicio de un cambio de paradigma y, probablemente, el paso a una nueva era en términos de aceptación y respeto por la diversidad, cuyo cimiento, por cierto, se encuentra en el reconocidísimo principio de igualdad ante la ley.
Sobre este principio, el comentado fallo señaló, en lo medular que: “la noción de igualdad se desprende directamente de la unidad de naturaleza del género humano y es inseparable de la dignidad esencial de la persona, frente a la cual es incompatible toda situación que, por considerar superior a un determinado grupo, conduzca a tratarlo con privilegio; o que, a la inversa, por considerarlo inferior, lo trate con hostilidad o de cualquier forma lo discrimine del goce de derechos que sí se reconocen a quienes no se consideran incursos en tal situación» (párrafo N° 79).
Tiempo antes del citado pronunciamiento, y sin perjuicio de la indiscutida relevancia del mismo, en nuestro país se comenzaba a gestar una metamorfosis en materia de aceptación social, reconocimiento de ideas de vida y perspectivas diversas, evolucionadas y ajustadas a las distintas realidades de la familia chilena, transformación que no estuvo ajena o aislada de la rama del derecho que la regula. Así, en las últimas décadas, la igualdad se fue posicionando como un valor de primera jerarquía, inspirando las reformas más significativas en este campo.
Ya a finales de la década de 1980, la Ley N° 18.802 terminaba con la incapacidad relativa de la mujer casada en sociedad conyugal; y un par de años después, en 1994, la Ley N° 19.335 creaba el régimen patrimonial de participación en los gananciales, reconociendo la posibilidad de los cónyuges de compartir su vida en igualdad de condiciones. Chile progresaba, de esta forma, a una más enérgica aceptación de la igualdad entre hombres y mujeres.
Luego, y como un anhelado hito en materia de equivalencia, la dictación de la Ley N° 19.585, en 1998, puso fin a la discriminación entre hijos legítimos e ilegítimos, reconociendo la plena igualdad entre todos los niños, niñas y adolescentes.
Así, varios sucesos fueron marcando la agenda legislativa nacional en la materia, no pudiendo dejar de mencionar, la despenalización de la sodomía consentida entre dos personas adultas por medio de la Ley N° 19.617, en 1999, o la regulación que en 2004 introdujo la nueva Ley de Matrimonio Civil, que -entre otras cosas- permitiera el divorcio, para luego, con la dictación de la ley que reconocía plenamente la corresponsabilidad parental, en 2013, se instaurara la igualdad de derechos y responsabilidades del padre y la madre para participar en la crianza de sus hijos e hijas.
La escena fue cubriéndose así con un manto de “igualdad en progreso”. En 2015, la entrada en vigor de la Ley N° 20.830, creó el Acuerdo de Unión Civil, que vino a significar un reconocimiento y amparo de las alianzas de convivencia, conformadas por relaciones de hecho, en las que se incluyó también a las parejas del mismo sexo, invisibles para la legislación hasta ese entonces.
En otra esfera, pero siempre en el marco de la igualdad, en enero de 2022 comenzó a regir la Ley Nº 21.334, sobre la determinación del orden de los apellidos por acuerdo de los padres, que permite a las personas poner primero el apellido materno y después el paterno, abriendo una nueva ventana hacia el futuro en lo que al reconocimiento de los distintos tipos de familia se refiere.
En marzo pasado, y luego de una larga espera, la Ley N° 21.400 hacía realidad en Chile el ansiado “matrimonio igualitario”. La norma tuvo por objeto modificar diversos cuerpos legales, con miras a regular, en igualdad de condiciones, el matrimonio entre personas del mismo sexo, celebrándose así, los primeros matrimonios de estas características bajo la ley chilena. En abril, a solo un mes de la entrada en vigor de la ley, variadas fuentes informaban el número de celebraciones de matrimonios compuestos por parejas del mismo sexo, se trataba de 170, de los cuales, el 59% estaban compuestas por mujeres, es decir; 101 bodas. Las restantes 69, fueron matrimonios entre hombres.
Como vemos, la igualdad ha inspirado numerosas reformas a las más antiguas y arraigadas instituciones. El resultado ha sido una renovada regulación legal capaz de responder más adecuadamente a la realidad social existente, lo que no condona la deuda legislativa existente, y cuya morosidad es evidente, por ejemplo, en materia de identidad de género, donde no bastará con la dictación de una ley para llegar a puerto en términos de integración. Será necesario robustecer las políticas públicas orientadas a la inclusión y al respeto por el otro, no con un ánimo resarcitorio o compensatorio, sino que de resguardo, precisamente de la igualdad, que como ya se dijo, compone nuestra naturaleza, y es inseparable de la dignidad de la persona.
Conceptos como igualdad, inclusión o normalización, funcionan como horizontes deseables frente a las desigualdades, siendo deber del Estado reconocerlos y ampararlos, protegiendo a las personas y a las familias en sus diversas formas. Lo que implicará un esfuerzo desde las autoridades por impulsar campañas de concientización, desde la más temprana infancia, fomentando el respeto, la tolerancia, el resguardo de la intimidad y la aceptación de las diferencias, educando y sensibilizando a la ciudadanía sobre los derechos humanos de todas las personas, asegurando un espacio seguro y de sana convivencia para todos y todas.