Coronavirus y estigmatización

Por Nick Ferrari.

Alumno de Derecho Universidad Gabriela Mistral.


Durante la plaga de cólera que azotó New York en la segunda mitad del siglo XIX, una distinguida ciudadana neoyorquina escribió al entonces senador William E. Chandler: «No necesitamos más sucias criaturas que nos traigan todo tipo de enfermedades, tenemos a los negros y a los indios para que se encargan de eso». La declaración hacía directa alusión a los inmigrantes rusos judíos que habían embarcado en New York en 1831 y que permanecieron en cuarentena por 14 días.

Declaraciones como ésas parecen impensables en el mundo de hoy, al menos en las naciones libres y respetuosas de la dignidad humana. No obstante, eso no significa que ese tipo de discriminación no se manifieste. De hecho lo hace, solo que de otras maneras, que no son precisamente sutiles. 

La principal finalidad de las cuarentenas, en comparación al aislamiento, es asegurar la segregación de aquellos individuos que podrían estar enfermos más que separar a quienes ya presentan los síntomas de la enfermedad.

Pese al nombre (del italiano quaranta, 40 días), la diferencia de tiempo requerida para un aislamiento o cuarentena pueden variar. Por ejemplo, en el ántrax son unas cuantas horas, en cambio, la lepra podría significar el exilio de por vida. Esto nos lleva a pensar que las cuarentenas están relacionadas con los procesos de estigmatización que se originan cuando una pandemia está desatada. 

A lo largo de la historia, las cuarentenas han demostrado no solamente ser efectivas en la ralentización de la propagación de enfermedades, sino también como mecanismo para discriminar a personas o comunidades determinadas, especialmente a los más pobres o foráneos. El viejo mecanismo del «chivo expiatorio» ha sido usado en el pasado en incontables ocasiones por reyes o gobiernos para deshacerse de indeseados allegados.

En la Europa medieval, los judíos fueron culpados injustamente de causar epidemias, envenenar pozos, realizar execrables ritos diabólicos, todas absurdas acusaciones que se consideraban verídicas, pues era fácil culparlos de atrocidades, ya que, a fin de cuentas, eran los extranjeros, los diferentes, un pueblo dentro de otro pueblo. Varios cristianos maquinaban infundadas calumnias que promovieron el antisemitismo, después de todo habían sido los judíos quienes habían llevado a la cruz a Jesucristo. ¿Cómo no serían capaces de aquellos horribles crímenes?

A propósito, la palabra estigma proviene del griego (στίγµα, de γτιζειν, picar o perforar), que significa «marca» (de infamia, se entiende, porque se solía marcar con hierro candente a los esclavos o a los delincuentes).

El brote de plaga que se desató en San Francisco en el año 1900 se atribuyó a los inmigrantes chinos (como si fuese una mala broma), que habían llegado a California. En la década de 1980 se culpó del Sida a los negros y homosexuales. Y en 2009, en un episodio de más reciente memoria, se atribuyó la causa de la influenza H1N1 a los mexicanos.

La estigmatización ha sido un tema complejo a lo largo de la historia de las pandemias. Muchas veces el estigma es peor que la enfermedad. En el caso de las personas infectadas con Sida, aun sabiendo que existen tratamientos para no hacer transmisible el virus, el estigma, la «marca» que posee ese individuo es casi imborrable en una sociedad que olvida fácilmente su historia, pero que es disciplinada en no olvidar las desgracias de los demás.

Retomando la actualidad y la contingencia del Coronavirus, hemos visto la explícita acusación a los chinos como los “culpables” del origen de la enfermedad. Incluso el presidente de EE.UU., Donald Trump, lo llama el «virus chino», omitiendo la historia de racismo en contra de los asiáticos y asiáticos americanos durante el transcurso de la historia estadounidense y su actualidad.

Ciertamente, esta descalificación tiene como finalidad desprestigiar el gobierno de Xi Jin Ping y, por qué no, con el mero objetivo de estigmatizarlos. A su vez, el gobierno chino ha acusado a la administración Trump de introducir el virus en ese país. Más allá del evidente reflejo del poco tacto por parte del presidente Trump y el capricho de los autócratas de Beijing de pretender zafarse de sus responsabilidades, estos hechos exacerban aún más la discriminación arbitraria hacia todo un pueblo.

En cualquier caso, Chile no ha quedado al margen de estas discriminaciones. Aunque éstas no sean frecuentes ante la mirada pública, se puede observar, especialmente en las redes sociales, estos ánimos xenófobos en contra de la comunidad china o la constante interpelación a éstos como los «culpables» de este mal por sus prácticas de consumo de animales silvestres.

Ahora bien, denostar y cuestionar las tradiciones de un país que en Chile se conoce muy poco, es caer en una ficticia idea de «superioridad cultural» que no nos lleva a ningún lado. Por supuesto, esto no significa que tengamos que estar de acuerdo con aquellas prácticas, si es que -por ejemplo- los inmigrantes chinos quisieran aplicar sus hábitos de consumo en nuestro país (cosa que no es así ni podría ser por normas sanitarias, etc.).

Algo similar está ocurriendo en el seno de nuestra sociedad, al acusar a los «cuicos» como los principales diseminadores del virus en nuestro país, aludiendo que a causa de su irresponsabilidad y falta de consciencia han continuado como si nada en sus quehaceres sociales.

Si bien es cierto que algunas personas del sector oriente de Santiago, que habían regresado de sus vacaciones en el extranjero, no tomaron las precauciones necesarias. Como un joven llegado de Australia que viajó a un matrimonio en Villarrica, o el caso de la señora de Concepción que infectada fue a comparar libros para su hija, y unos cuántos casos más.

Sin embargo, aquellos casos excepcionales no son motivos suficientes para culpar o acusar de falta de consciencia, o como leí en una panfletaria revista online de «Nihilismo cuico» a todo un grupo social determinado. ¿Acaso todas las personas que viven en el sector oriente, y como la mayoría de los casos de infectados están allí, son culpables de propagar de manera intencional el Covid19? Evidentemente que no. Afirmarlo es caer en el odioso fanatismo y en la falacia de generalización.

Digo todo esto, no con el fin de hacer una «apología a los privilegiados» como podrían opinar algunos detestables oportunistas, sino que a razón de comprender el fenómeno de estigmatización que estamos atravesando en nuestro país y en el mundo. Por un lado, el Coronavirus no solo ha traído consigo una peligrosa enfermedad, sino que también las consecuencias sociales que acarrea una pandemia de esta naturaleza. Por el otro, como estamos a merced de este virus, y lo seguiremos estando durante un tiempo importante, es connatural y casi biológico que el ser humano, desde su debilidad, busque culpables concretos con el fin de ensañarse.

No obstante, los gobiernos y sus autoridades, deben hacer un esfuerzo en comunicar a las personas que la única manera de buscar una salida a esta crisis no es atacar al “otro”, al “distinto”, sino que el único medio que poseemos para salir airosos es la colaboración de buena fe entre todos los pueblos y naciones del mundo.

Seamos un ejemplo de amistad cívica, a diferencia de los dos presidentes de las potencias más poderosas, que -ni siquiera en una crisis tan grave como la que vivimos- son capaces de dejar de lado por un momento sus legítimas, pero inoportunas diferencias.