
Por Kevin Seals Alfaro.
Egresado en Derecho y Minor en Ciencias Políticas por la Universidad Adolfo Ibáñez. Diplomado en Derecho de Familia e Infancia por la Universidad Andrés Bello. Ayudante de Investigación en la Academia de Derecho Civil de la Universidad Diego Portales.
La “triple alianza” factual entre profesión, el alma mater que brinda la formación – de preferencia alguna de las 10 mejores de algún ranking de nombre gringo para darle pompa – e ingreso y permanencia (exitosa) en el mundo laboral-gremial, es vinculo consecuencial y condicional. Dependiendo de la Universidad a la que se ingresa y el tipo de licenciatura que se haya elegido conforme a la (hipócrita creencia generalizada) de la “vocación”, queda definida, en principio, el potencial éxito laboral en el determinado gremio al que se pertenece. Cuestión que se intensifica en las así llamadas carreras tradicionales – Derecho, medicina, arquitectura, entre otras –.
Una adecuada lectura de los orígenes de la institución sociopolítica que es en sí la Universidad muestra que nuestra profesión es de las primeras materias que se impartían en estos centros de estudios; que su existencia como tal, amparado por la Iglesia Católica del siglo XI, viene del más elevado espíritu por perfeccionar el gremio y el fenómeno objeto de nuestra disciplina, sea por parte de los maestros o de los aprendices en búsqueda de referentes. Recordemos la Universidad de Bolonia y la de París. Por aquellos años el conocimiento era don de Dios, ergo, debía ser sometido a la revisión de la Iglesia. De ahí que no ha de extrañar que los abogados o los médicos de la baja edad media fuese, a su vez, teólogos.
Sí damos un (gran y grosero) salto temporal hasta el surgimiento de las Repúblicas modernas, el concepto de Universidad no sólo es vinculado con EL lugar de búsqueda, perfeccionamiento y custodia – ni siquiera del conocimiento, sino – de la verdad; era, además, la forjadora de lideres y orientadora del debate político-intelectual, erigiéndose como colaborador activo y funcional a la política contingente y a los gobiernos de turno. No confundir con el proceso de politización de estas entidades que, sin dudas, en la primera mitad del s. XX padecieron las universidades europeas y, no excluidas, las chilenas.
Ya para finales de los 70s y principios de los 80s del siglo pasado, el nuevo modelo económico imperante en las interacciones no sólo de carácter económico, sino, incluso, en las percepciones morales de la vida al punto de condicionar las aspiraciones y realidades entre particulares y estos con el Estado – consecuencia poco abordada de la cultura de la Guerra Fría – hacen de la Universidad no ya un espacio de intelectualidad – en parte tal función se ve opacada –, es ahora un centro de intercambio y para potenciar relaciones sociales y de negocios futuros; el inherente individualismo del relato sobre la libertad del hombre occidental que por sus manos puede crear y acumular riquezas, hace del amiguismo y el buen contacto un chance para ocupar un puesto laboral de buena remesa o incluso un espacio en la política-burocrática (los hoy llamados thinks takns). Lo que antes lo daba el mérito de las capacidades y la clase social (reservado para la tradicional elite y las clases medias de las ciudades), hoy el poder adquisitivo permite a ciertos ciudadanos antes excluidos, principalmente, por razones socioeconómicas – criterio suficiente para condicionar los filtros de preparación cultural – ser parte de lo que antes era El hogar del saber y cuna de “lideres”. En términos teóricos – para que no sólo sea un comentario puramente superficial, sino que también “serio” –, esta circunstancia dentro del proceso (mayor) de adaptación de las Universidades a las necesidades de la contingencia sociopolítica y económica, se conoce como la “democratización de la educación superior”, en que estos centros culturales de la elite es copada por el paulatino ingreso de grupos sociales beneficiados por el diseño de políticas públicas orientadas a la capacidad adquisitiva y, con ello, condicionante de nuevas oportunidades. A esto llamamos, universidad de acceso masivo. En Chile, sí bien la instalación de un modelo económico de gran éxito que permite el acceso a ciertas prestaciones y que convierte los (antiguos) privilegios a bienes de consumos exequibles en la medida de la capacidad financiera – pero que en cierto punto sólo profundiza las primigenias desigualdades –, éstas tienen su bajada en casos concretos, en particular, en políticas educacionales orientadas al financiamiento de los estudios superiores y extensión de los beneficios complementarios a este proceso, que se despliegan en los gobiernos del Pdte. Frei Ruiz-Tagle hasta la Pdta. Bachelet “2”.
La primera impresión de estas afirmaciones parece desalentadora, sí asumimos que aquello que termina por ser común no pertenece a nadie y sólo termina en vulgaridad; con todo, sin embargo, la rigurosidad intelectual y el (no muchas veces conveniente) selectividad inherente en la personalidad de los maestros y cuerpos directivos de distintas Universidades, sirven de filtro moderador entre “meritocracia” y mercantilización de la educación superior.
I
Consciente soy de los posibles vicios de superficialidad y generalización con la que expreso las ideas en los párrafos anteriores, pero en estas hay relativa verdad que esconden preocupaciones profundas tras mi espanto con el “mundo real” en el ejercicio primerizo de la profesión que supone el hacer la práctica profesional exigida en el Código Orgánico de Tribunales (COT): en mi generación la idea (rol social y función intelectual) de Universidad está muy lejos de ser lo que en s. XX se perfilaba e intentaba proyectar. Y una de las principales razones de ello es lo que llamo – y por lo que se me suele criticar por lo “exacerbado” del concepto – mercantilización de la educación superior. Uso tal expresión pues en ella congrego estas reflexiones: (i) la proliferación de las entidades prestadoras de servicios de estudios superiores, tanto profesionales como técnicas, ha permitido que la base de matriculados desde la década del noventa del siglo pasado a la fecha se amplie de manera exponencial, y la economía ayuda a explicarlo, a mayor oferta prestacional mayor es la demanda por el ingreso, pero dicha demanda en funcional, además, a las distintas realidades socioeconómicas de los demandantes, lo que significa que no sólo en la educación básica y media existe desigualdades en la formación, sino que también en la educación superior: hay universidades que encajan mejor con un perfil de solicitantes de bajos, medios y altos recursos; (ii) aun cuando existe un organismo estatal encargado de velar por la calidad en la prestación, tal supervisión se ve pormenorizada sí atendemos el diseño educacional a nivel constitucional, el derecho a la libertad de enseñanza, que tiene su correlato y especificación de la misma, en la libertad para emprender cualquier actividades económicas (no contrarias a la Ley, al orden público y la moral), concluye en que son los reglamentos internos de las distintas universidades y centros técnicos los que terminan por modular el alcance del derecho a la educación; (iii) en línea con lo anterior, al ser subsumible la libertad de catedra y el derecho a diseñar una malla curricular o plan de estudios acorde a los fines que cada prestador del servicio desee ofertar, al derecho de la libertad de enseñanza, se devienen en carencia de lenguaje común entre profesionales de una misma disciplina. Consideración que vuelve más cuestionable el verdadero rol de la fiscalización de la calidad ¿Qué se fiscaliza ahí donde existe una multiplicidad de programas que (en el peor de los casos) puede que no exista un lenguaje común, aun cuando se traten de filiales de una misma casa de estudio? Aunque al Lector le parezca extraño a primera vista, es triste reconocer que sí tomamos a determinados profesional de cierto gremio, diferenciados por sus almas mater, con una medida de conocimiento relativamente mediana, y dedicado a actividades laborales similares, veremos que no existe del todo un lenguaje común. Lamentable. Y lo es aún más si atendemos a lo que ocurre en las regiones que no sean Santiago, Valparaíso y Concepción, ciudades universitarias de considerable respeto y admiración.
Ahora bien… ¿Cómo este contexto se reflecta en la formación de los profesionales del Derecho?
Comienzo revelando el sesgo que yace en la formación de mi Licenciatura y mi Minor: pese a ser originario del norte del país, estudié en la Universidad Adolfo Ibáñez sede Santiago y mis actividades académicas e incluso laborales, asociadas a la investigación, han sido la Región Metropolitana; pero a la fecha, me encuentro en mi ciudad de origen realizando la practica profesional en dependencias de la consultoría de la CAJ y, en paralelo, trabajo como procurador y asistente administrativo en la oficina particular de la abogada Campos Medar, que muy generosamente me ha abierto esta posibilidad. Y es razón de esto que he tomado conocimiento de la realidad académica de la Región de Antofagasta y que no es muy distinta, al menos en términos de análisis general, al resto de las regiones.
Sabido es en todo el territorio nacional existen 42 Escuelas y Facultades de Derecho, y ese numero debe ser aumentado con las filiales regionales que ciertas casas de estudios pueden sostener. Ello sólo en lo que respecta a la Licenciatura, pues hemos de omitir los otros grados académicos, el Bachillerato y el Técnico Superior en Derecho. También es sabido que no existe un plan común entre estas distintas casas de estudios, pero la tendencia es a organizar los ciclos académicos de manera similar, al menos en lo que respecta a Derecho Civil y Procesal, presentando matices de mayor o menor profundización en conocimientos en otras temáticas (administrativo, comercial, laboral, regulatorio y constitucional); y también es del “boca a boca” que no es lo mismo un estudiante o profesional que sale de una u otra casa de estudio, pero ello – a mi parecer – es consecuencia del hecho anterior, aun cuando se trate de una misma casa de estudio pero con distinta filial regional.
Ha sido en otros medios e instancias en las que me he refiero sobre los puntos anteriores, mas no de manera lata como ahora, dada las formalidades de extensión y formato. Más, he querido comentar estas circunstancias por que el contraste con la realidad – hasta antes sólo era un estudiante de provincia viviendo y trabajando en Santiago – ha sido lamentable. En el ejercicio de la profesión la tendencia de los profesionales es a ir aprendiendo sobre la marcha del adecuado funcionamiento de las instituciones jurídicas; la profundidad de los conocimientos en materias comunes – civil patrimonial, familia y procesal civil – llega al momento de atender a los clientes o representarlos en tribunales y obtener resultados poco ventajosos; o el pronunciado descuido por el uso de las instituciones jurídicas, vulgarizando el diseño que el legislador, la doctrina y la jurisprudencia han desarrollado en las grandes capitales de la Republica – Santiago, Valparaíso y Concepción –. Y esto es de suyo lamentable.
No hace mucho, una estudiante de pregrado de la Universidad Católica del Norte, sede Antofagasta, me comentaba –en un intercambio amistoso– los problemas de diseño de malla y de mecanismos de evaluación; en principio, lo que parecía una atractiva forma de pasar de curso y obtener más rápido la Licenciatura, se terminó convirtiendo en una preocupación de carácter académica y sobre la calidad de los nuevos profesionales. La falta de centros de estudios o espacios de intercambio académicos entre el alumnado y el claustro académico es notoria. Yo mismo, hice un acto de donación de lo que para el año 2019 presente a la secretaria academia y a la decana Aninat como proyecto de estatuto de un centro de investigación, y lo doné a seta Srta., pues ví en ella preocupación de alta nobleza intelectual. Hasta donde entiendo, lo que en mis manos no dio fruto, en las suyas ha avanzado al proceso de conversaciones con el cuerpo administrativo de la Facultad, para evaluar la posibilidad se su concreta creación. Indirectamente mi “Vox Iure” podrá ver la luz en una casa estudios distinta para la que originalmente fue diseñada. Más con todo, me contento; se ha avanzado en espacios de interacción y demanda por perfeccionamiento ahí donde antes la falta de interés o, simplemente, no visión, limitaba.
II
Lo que en sede legislativa no parece ser ni siquiera parte del epitafio – la cuestión por la vulgarización de la educación superior y en particular el estado de las Facultades de Derecho no es tema –, quizá a nivel gremial sí tendría buenos resultados.
Denuncio el estado actual de la academia y la situación laboral de nuestro gremio; una mirada crítica impone reconocer que la calidad de la preparación y de la prestación de los servicios jurídicos, no sólo por la base de conocimientos –adquiridas en pregrado–, sino, también, dependiendo del lugar geográfico, está en la cuerda floja.
Invito al alumnado de pregrado a replantearse los espacios comunes y cómodos –que siempre son incomodos y de res nullius–, para contrastar su realidad y movilizarse con el más noble y propio animo universitario: la búsqueda del perfeccionamiento del saber de nuestra disciplina, sea a través de sus centros de estudios, revistas, o clínicas jurídicas o centros de alumnos o directamente con el cuerpo administrativo de la Facultad, para nivelar la cancha; les invito a mirar el mundo profesional la lógica de los valores que juramos defender en el ejercicio de la profesión: no tan solo nos debemos a los clientes e intereses que particular y patrimonialmente nos hemos comprometido defender y representar, sino, también, al Estado de Derecho. Hay nobleza en reconocer que los profesionales jurídicos cumplimos un rol de pacificadores sociales, pero también de custodios de los valores que fundan la Republica, la Democracia y el Estado, pues, depurados de su narrativa filosófica es, con ocasión de nuestra formación, que nuestro gremio les da moldura legal.
Sí bien se aprehendemos Derecho con un manual en una mano y el expediente en la otra –siguiendo a Calamandrei–, yo añado, también se hace desde la colaboración de pares y con la observancia de ciertos mentores; de ahí la importancia que en pregrado los alumnos cuenten con instancias académicas de colaboración intelectual con sus profesores, no para hacer más atractivo el curriculum, sino, para formarse determinada lectura de la profesión (tendencia o interpretaciones) y para desarrollar esa habilidad y relación jerárquica de mentor y mentorizado que, para nuestra profesión, pareciera ser necesaria, delicada y permanente. Con todo, sí somos realistas, existe una generación –etariamente no muy distante a la mía– que simplemente no quiere entender las bondades de este tipo de interacción, sea por encontrarla anticuada y poco práctica.
Bueno es que en la etapa universitaria se desarrollen profundos o pasajeros, genuinos o interesados lazos de amistad, contactos de futuros proyectos; pero el éxito de ello no puede condicionarse dependiendo del tipo de Universidad, y no hablo de frustraciones por faltas merito, sino, en estricto, por ajenas y frívolas razones a lo académico y lo profesional; bueno es que existan centros de formación superior que quieran establecer y ofertar sus propias visiones del mundo, más no conviene que ellas excluyan por falta de poder adquisitivo.
Necesario es diseñar espacios y organismos que sean comunes, que interactúen entre sí aún cuando no sean de la misma casa de estudios. Los problemas de la profesión no sólo están en el ejercicio de esta, sino que tienen su origen en las desatendidas circunstancias formativas.