Sobre la naturaleza de los deberes matrimoniales

Por Felipe Castro Azócar.

Fue ayudante de cátedra de Derecho Civil y ayudante de investigación de la Universidad Finis Terrae.

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Interesante discusión se ha dado respecto a la naturaleza de los deberes conyugales, de modo tal que se han planteado distintas visiones que recaen sobre el carácter y naturaleza de ellos. Ya sea quienes no los consideran como obligaciones en virtud de su “mero carácter ético”, como un sector que hace hincapié en las efectivas consecuencias jurídicas que produce su incumplimiento, la importancia de este debate no ve sus fronteras en el solo campo teórico sino que tiene un importante impacto en la práctica.

La dicotomía entre deber-ético y deber-jurídico debe ser superada debido al reduccionismo que representa. Pensar el ordenamiento jurídico como un ente aislado y ajeno a la ética es un planteamiento equívoco, que se ha agudizado cada vez más en las sociedades contemporáneas y, sobre todo, respecto al derecho civil y privado en general. Se ha de convenir que, al tener el derecho un propósito cualesquiera sean las ramas que lo integren, ese mismo es el que en sí le otorga directrices éticas. De este modo, lo correcto sería sentar posturas a partir de un carácter ético-moral o uno ético-jurídico en razón al tipo de responsabilidad que contraiga la infracción de cada uno de dichos deberes u obligaciones, ya sea moral por un lado (juicio de reproche interno) o jurídica por el otro (consecuencias externas, propias de las obligaciones).

Algunas voces ya se han referido al tema, llegando a la conclusión de que el contenido de los deberes matrimoniales es puramente moral, reservándole la observancia de los mismos a la intimidad propia de la pareja y a la sola conciencia de los individuos, descartando -por ende- su cumplimiento judicial y -por consiguiente- su entidad como obligación. Esto en un principio resulta de toda obviedad ya que, por ejemplo, ningún tribunal podría obligar a otro(a) a mantener una relación de lecho y techo con su cónyuge, razón por la cual dicha actitud solo traería un juicio de carácter psicológico por parte de quien ejecuta o se abstiene de llevar a cabo ciertas acciones. La responsabilidad moral surge así de las exigencias de la voluntad humana en situaciones sobre las cuales los sujetos ponen en ejecución su discernimiento. Dicho esto, ¿será posible sostener que los deberes que nacen del matrimonio solamente obedecen a la ley moral?, o expresado de otra manera, ¿hay silencio en la ley respecto a los efectos de la omisión de ellos?

Los deberes matrimoniales en su mayoría sí encuentran un espaldarazo en nuestra legislación. A modo de ejemplo, el artículo 131 del Código Civil expresamente reconoce algunos de ellos al señalar que “los cónyuges están obligados a guardarse fe, a socorrerse y ayudarse mutuamente en todas las circunstancias de la vida (…)”.  Es más, no solo nos encontramos con un simple reconocimiento que hace el Código de Bello de aquellos, pues, en el artículo 54 de la Nueva Ley de Matrimonio Civil del 2004, resulta posible dar constancia de como la normativa expresamente reconoce resultas de ellos al rezar que “podrá uno de los cónyuges solicitar el divorcio por falta imputable del otro, siempre que constituya una violación grave de los deberes que impone el matrimonio”. ¿No da acaso esta norma fe del carácter jurídico de estos deberes? Es decir, ¿podríamos sostener que aquellos traen consigo solamente un reproche moral propio del sujeto que actúa y no posibles consecuencias jurídicas? Pareciese que no, toda vez que -si fuese de ese modo- el legislador no se habría molestado en plasmarlos a lo largo de todo el cuerpo normativo (arts. 131, 133, 136 y 321 N°1, por mencionar diversas disposiciones), dándole además la posibilidad al cónyuge inocente de demandar divorcio, separación judicial o separación judicial de bienes cumpliéndose los presupuestos exigidos por la ley para cada una de estas acciones. Incluso, respecto al deber de fidelidad se fue más allá, a tal punto de establecer en el artículo 132 al adulterio como infracción grave a aquél, cuestión que refleja aún más la convicción del legislador por no dejar su violación (ni la de los otros deberes) al solo arbitrio de lo que dicta el fuero interno del comitente.

Sin perjuicio de lo expuesto, resulta un buen ejercicio también mencionar posiciones en torno al punto referido que resultan llamativas. Así, se puede citar al profesor Mauricio Tapia (Estudios de Derecho Familiar I, 2016) quien toma una posición sobre la cual descansa la idea de que, los deberes conyugales “desde el mismo momento que son descritos en la ley, son deberes de naturaleza jurídica”. Le agrega, sin embargo, que “por su propio contenido ético, el derecho no puede obligar a los cónyuges a cumplirlos de manera forzada o a indemnizar su incumplimiento”. Es decir, reconoce la naturaleza jurídica de los mismos, pero resalta que -dado su predominante carácter ético- no constituirían obligaciones propiamente tal. Hay acuerdo en que ello es consecuencia de que no se pueda exigir su cumplimiento forzado pero, y sin perjuicio de sus palabras, es menester dejar claro que la preminencia del enfoque ético de una norma no incide en que pueda ser susceptible o no de secuelas propias del derecho producto de su infracción. A su efecto, si la voluntad del legislador hubiese sido la de prescindir de los efectos jurídicos que traería consigo una eventual infracción de los deberes in comento sería claro en ello, tal como lo hace el Nuevo Código Civil y Comercial argentino que, en su artículo 431, se refiere al deber de fidelidad expresamente como un deber moral.

El debate, como se dijo en el primer párrafo, es llamativo. Existe diversa literatura académica en Chile y a nivel comparado que contribuyen a animarse por una u otra postura, aunque -por la misma razón- no parece haber consenso del todo. De su resolución no solo depende el reconocimiento de las propias instituciones del derecho de familia, sino que también para resolver cuestiones derivadas de la responsabilidad civil, entre otros.