Reglamentos universitarios y su afectación al derecho a la educación (I): Una aproximación a la educación como actividad económica

Por Kevin Seals Alfaro.

Egresado de Derecho y Minor en Ciencias Jurídicas por la Universidad Adolfo Ibáñez.

Revisando publicaciones de años anteriores de la revista, me detuve con mucho interés en el artículo del abogado don Ignacio Labra S., “Universidades y Cláusulas Abusivas[1][2], en que con mucha claridad plantea –permítaseme la reconstrucción analítica del argumento– la siguiente pregunta: si el contrato de prestación de servicios educacionales celebrados con entidades universitarias puede, conforme a su naturaleza (contrato de adhesión), devenir en abusivo para una de las partes, particularmente para aquella que necesita y recibe el servicio educacional (apoderado y/o estudiantes), ¿significa esto que le es aplicable la Ley nro. 19.496 y, de ser así, hasta donde se extiende dicha protección?

A partir de ahí toda su exposición se centra en analizar las cuatro hipótesis de cláusulas abusivas que, a juicio del autor, podrían configurarse en materia educacional. Todo ello, por cierto, considerando que la “Ley de Consumidores” [3], por un lado, reconoce la figura del Contrato de Adhesión como una tipología contractual que atiende a la participación de las partes en el diseño de las prestaciones y, por otro, priva de eficacia jurídica, nulidad, cuando algunas de las cláusulas, prefijadas por la parte dominante del vínculo contractual, se haya en alguna de las causales del art. 16.

Igualmente debe tenerse presente que el art. 2° letra d) LPC, establece dos limitantes de operatividad, “no quedará sujeto a esta ley el derecho a recurrir ante los tribunales de justicia por la calidad de la educación o por las condiciones académicas fijadas en los reglamentos internos vigentes a la época del ingreso a la carrera o programa respectivo…”.

El objetivo de esta columna es formular ciertas consideraciones e interrogantes respecto a la segunda limitante del art. 2° letra d) LPC, empero para ello me he dispuesto a ordenar el escrito es dos partes: primero, utilizar el argumento del Sr. Labra para dar cuenta de una situación que va más allá de cuestiones meramente normativas –esto es, concebir a la educación como una actividad económica– y, a su vez, plantear la duda sobre sí con la reforma a la Ley de Consumidores [4], al incorporarse el nuevo art. 2° Ter que consagra el Principio Pro-Consumidor, la limitante sobre las condiciones que modulan el derecho a la educación, plasmadas en los reglamentos de las entidades prestadoras del servicio educacional universitario, pueden ser revisadas sustancialmente en sede comercial-de-consumo y, por ende, recurrir a sus remedios especiales; y segundo, utilizar la normativa vigente, particularmente la sede de protección constitucional y civil, para dar una respuesta al hecho que condiciona la permanencia del estudiante con sus estudios superiores y, por tanto, la vigencia de la relación contractual en la medida que cumpla con ciertas “expectativas de mérito” en su rendimiento académico.

PRIMERO) Si bien el análisis del abogado Labra es ilustrativo y oportuno, cada vez que identifica categorialmente las hipótesis de cláusulas que devienen en abusivas, habilitando la cobertura proteccionista de la LPC; solo se queda, sin embargo, en la dimensión explicativo-formal. Como sabrá el lector lego, todas las instituciones jurídicas deben satisfacer dos problemas: (I) identificación de la institución (qué es y qué abarca, cómo está diseñado legalmente y cuáles son las estrategias procesales), es decir, el análisis del diseño y sistematización legal y doctrinario de la institución a tratar; y (II)  problemas de justificación normativa de la institución per se (¿Qué justifica, en términos valóricos, que dicha institución sea reconocida y tratada legalmente por el ordenamiento jurídico?). Así, mientras la primera dimensión se ocupa de la interpretación y aplicación de la institución, la segunda, en cambio, pone el énfasis en dotar de sentido justificativo político-moral, económico y filosófico de la institución que el ordenamiento modula. La doctrina se ocupa, casi exclusivamente, del primer asunto, dejando la justificación o bien a disciplinas no jurídicas o a meros artículos (escasos) de investigación académica.

En materia de sistematización del Derecho Educacional existen dos monografías: una de los abogados Alfredo Romero R. y Miguel Zarate C. (2013) “Introducción al Derecho Educacional Chileno”, y, la otra, del Sr. Pablo Sandoval (2017) “Derecho Educacional”; en el plano de la justificación destacan, igualmente, dos ensayos: Miguel Zarate C. (2021) “La Educación como Actividad Económica. Bases para una Critica al Sistema Educacional Chileno” y José J. León Reyes (2020) “Derecho y Política de la Educación Superior Chilena. Evolución, Crisis y Reforma”; sin perjuicio, por cierto, del acotado listado de artículos académicos. Con todo, en estos trabajos, empero, se reconoce que el derecho a la educación es un derecho social que –particularmente en los ensayos– según se afirma y adhiero, está sujeto a condiciones o a una modulación económica.

De ahí que no sea baladí la regulación de este derecho en sede de consumo. Surge, pues, la tensión entre derecho a la educación y libertad de enseñanza, cada vez que es ésta ultima la que hace posible la primera, en cuanto asumimos que los servicios educacionales que no son prestados por las instituciones del Estado lo son por personas jurídicas que tienen derecho a organizar su programa académico y estructura organizacional igual como si se tratare de una empresa, pero con toga y birrete.

La afirmación de que la educación es una actividad económica descansa en el (somero) análisis de la identificación del derecho a la educación: tiene una escueta descripción en el art. 19 nro. 10 CPR –que en estricto no es sino una declaración de principios– y un tratamiento institucional acabado en las Leyes Nros. 20.370 (DFL nro. 2 del año 2010: Ley General de Educación) y 21.091 (Sobre Universidades Estatales y Calidad de Educación), fijando los principios generales sobre los cuales se sustenta los distintos niveles educacionales y las respectivas instituciones que hacen posible el pleno “desarrollo espiritual, ético, moral, afectivo, intelectual, artístico y físico, mediante la transmisión y el cultivo de valores, conocimientos y destrezas” (art. 2° DFL 2 del año 2010); sin perjuicio de los distintos Tratados Internacionales que Chile a subscrito en la materia.

Con todo, esta dimensión no explica todo el fenómeno, pues, si bien, por la vía de los principios se pueden establecer los motivos “utilitarios” o de interés público sobre los cuales el Estado se irroga para sí la garantía del acceso, permanencia/continuidad y evaluación de los resultados sobre calidad del servicio educativo,  explicando en parte una de las dimensiones del problema de justificación, pero no explica, en sí mismo, ¿Qué justifica que el derecho a la educación tenga una referencia en la Ley de Consumo, es decir, que sea tratada como una actividad económica? Lo cierto es que esta regulación en particular es solo un síntoma evidente/expreso de una situación que debe ser reconstruida desde una interpretación aún más general, esto es, el impacto de la regulación constitucional que configura el, así llamado, Orden Público Económico que tiene sobre la modulación de los derechos sociales, en particular, sobre los derechos a la educación y la libertad de enseñanza.

Así, podemos afirmar que la educación, en cuanto servicio que se presta por instituciones públicas y/o privadas, es un bien de consumo que es transable en el mercado bajo las lógicas del propio mercado (a mayores ingresos mayor acceso a una mejor oferta de programas educativos), de este modo el Estado cumple las metas sociales que se ha autoimpuesto. De este modo, la garantía del derecho a la educación cede ante la libertad de enseñanza que, no es sino, una extensión de la libertad de desarrollar cualquier actividad económica que contribuya, a su vez, con las metas sociales del Estado. De ahí que se diga que la educación es una actividad económica, pues, su contenido sustancial en manos de privados puede ser desarrollada de manera distinta a la del Estado y, también, bajo las lógicas del mercado. Sobre este último punto destacan frases como: merito individual, altos estándares de exigencia, compromiso de profesionales de gran nivel en el proceso educativo, etc.; que, desde el leguaje económico, equivale a decir aumento de utilidades y optimización de recursos.

Lo anterior se expresa de manera clara en que el servicio educativo se somete a la redacción de un Contrato titulado: “Contrato de Prestaciones de Servicios Educacionales” –ya recordaran de sus clases de Introducción al Derecho de los Contratos que una definición instrumentalista, clásica, de los contratos es que son instrumentos privados que hacen posibles las transacciones económicas y, con ello, favorece la circulación de los bienes y eficaz funcionamiento del mercado–; Contrato en que se fijan, por la parte dominante de la relación contractual, cláusulas que –como vimos en la primera parte– pueden devenir en abusivas y que, por la exigencias sociales de una mayor intervención del Estado en ciertas materias que son tenidas por esenciales para los ciudadanos, se instó a desarrollar una protección especial ante la indefensión material de una de las partes, el consumidor.

Empero ¿Qué pasa con aquellas cláusulas que, pese a tener un mayor detalle en el reglamento interno de cada institución educativa, expresan en términos generales en el contrato de prestaciones de servicios que la Universidad o Instituto Profesional se reservan el derecho de poner fin al servicio cuando el alumno (consumidor) no cumple con los requisitos académicos que se exigen internamente conforme al avance de la malla curricular? ¿puede aplicarse, solo en estos casos, pero sin pronunciarse sobre el fondo contemplado en los reglamentos, el nuevo art. 2° Ter que supone que los contratos, sea como un todo o las cláusulas problemáticas, siempre deben interpretarse en favor del consumidor, de modo que funcione como un mecanismo ex ante de protección del consumidor, haciendo posible la aplicación de la nulidad del art. 16 LPC? 

En mi rol de comentarista y consciente que se trata de una materia nueva, me inclino a creer que sí, pero en los términos que he venido planteando: que puede ser aplicada el Principio pro-consumidor, pero sin pronunciarse sobre la justicia económica que fundamenta la lógica detrás de los reglamentos.

Con todo, se trata de un tema abierto que la doctrina o un comentarista mercantilista que participe de la revista pueda orientarnos. 

SEGUNDO) Si no resuelve la duda sobre la protección de la LPC, existen dos sedes que, según sea la adecuada estrategia (derecho adjetivo) y argumentación (derecho sustantivo), pueden, igualmente, cubrir los déficits protección y satisfacción de ciertos intereses. Estos son, primero, la sede constitucional, mediante el recurso de protección y, segundo, la sede civil mediante dos instituciones: (i) Responsabilidad Contractual y (ii) Responsabilidad Extracontractual. Ambas sedes son materia para una serie de próximas columnas en que me extenderé con precisión sobre cada uno. Si así la venia y gracia de la Revista lo permite. Pero lo medular del asunto hecho está: mostrar la problemática, la educación como una actividad económica, y esbozar las posibles medidas o soluciones que el afectado con la privación unilateral del servicio puede tomar en sede jurisdiccional invocando la constitución o normas de Derecho común.  


[1] Labra S., Ignacio (2016) “Universidades y Cláusulas Abusivas” En LWYR MEGAZINE [Link:  httpss://www.lwyr.cl/universidad/universidades-y-clausulas-abusivas/]. La que, al parecer, se escribe al fragor del hecho noticioso.

[2] Dicho sea de paso, dada la agudeza de la temática, con facilidad la columna de opinión de abogado Labra pudo haberse convertido en un artículo de investigación de más larga extensión y profundidad de análisis. En este sentido, sí el autor llegase a ver este comentario, lo exhorto a profundizar sobre la materia aquí tratada y considerando la observación que en las siguientes líneas he de formular.

[3] Popularmente a la Ley 19.496 sobre Protección de los Derechos de los Consumidores –abreviándose como LPC– se le conoce como “Ley de Consumidores”. En este sentido, todas las referencias normativas que se hagan sin especificar el cuerpo legal se entenderán que corresponde a esta Ley.

[4] La Ley en cuestión fue reformada mediante la Ley Nro. 21.398 (24, dic., 2021) y que, en la opinión de los expertos en la materia (académicos e incluso el propio SERNAC), se concibe como un gran avance en la protección efectiva de los consumidores.