Por Andrea Sáiz.
Estudiante de Derecho en la Universidad de Valencia, España.
La condena de Pablo Hasél ha despertado en una parte de la población un temor al deterioro de la libertad de expresión, que en algunos casos se ha traducido en saqueos y quema de contenedores en una suerte de tentativa revolucionaria. Sin embargo, el sector opuesto enarbola, con orgullo y satisfacción, la bandera del Estado de Derecho.
La atmósfera social que se ha generado tras el encarcelamiento del rapero no es más que la punta del iceberg de un problema que, lejos de originarse en los tribunales, tiene sus raíces en decisiones legislativas de política criminal. El problema nace justamente de la dificultad para encontrar la línea divisoria entre lo que es la opinión y lo que es el delito. Ante la excesiva polarización de posturas, que como de costumbre suele dominar el juicio social de los casos mediáticos, me gustaría invitar al lector a observar la prolongada escala de grises que separa uno y otro extremo.
Una sociedad a la que se le prohíbe expresar abiertamente lo que le dicta su psique está condenada a la sumisión, a la autocensura y al terror de ser reprimido. Así, la trabas o posibles condenas a la libertad de pensamiento acecharían como espadas de Damocles sobre las conciencias. La libertad de expresión, decía el jurisconsulto estadounidense Benjamín Caldozo, es “la matriz, la condición indispensable de casi cualquier otra forma de libertad”. Por lo que las ideas deberían poder verbalizarse con la misma serenidad con la que una pluma se balancea en el aire. Este derecho fundamental está consagrado en el artículo 20 de nuestra Carta Magna: “Se reconocen y protegen los derechos (…) A expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción”.
Pero bien es sabido que no hay ningún derecho que tenga carácter absoluto, dado que siempre opera el límite del respeto a los derechos de los demás miembros de la sociedad. Es por ese motivo por el que existen diversos delitos que se cometen ejercitando la libertad de expresión, tales como el enaltecimiento del terrorismo, la apología de otros delitos graves, el delito de incitación al odio, el de ofensa religiosa o los delitos de injurias y calumnias. Su finalidad no es la de coartar la libertad de expresión, sino la de proteger bienes jurídicos, como el orden público o el honor, que pueden dañarse por el uso desmedido de esta. Pero, ¿es congruente “medir”, como si de un depósito de gasolina se tratase, el ejercicio de la libertad de expresión en un Estado democrático?
Es fundamental partir de la premisa de que la opinión no es sancionable por sí sola. El sector doctrinal más crítico con los delitos del “discurso del odio” ponen de relieve la dicotomía entre la manifestación del pensamiento y la acción finalista. Es decir, juega un papel crucial considerar si aquello que se expresa es una mera exteriorización del pensamiento, o bien una acción dirigida a un fin. Puesto que, si se trata de lo primero, sancionarlo significaría mermar el principio de culpabilidad, que exige dolo o imprudencia en el autor. Evidentemente, en el seno de nuestro sistema penal, la acción es el punto de partida de todo delito. En palabras del penalista norteamericano Clarence Darrow: “there is no crime of thought; there are only crimes of action” (“No hay delitos del pensamiento; sólo delitos de acción”).
Al respecto, poco puede objetarse a que el uso de la palabra puede llegar a ser tan poderoso como un arma cuando, por ejemplo, se utiliza para inducir a otra persona al suicidio. Y, ¿quién puede negar que frecuentemente, cuando se manifiesta una opinión, una finalidad es la de persuadir al interlocutor de la misma? El lenguaje nació para influir en los demás. De ese modo, el uso de la libertad de expresión se convierte en acción, y como acción es susceptible de lesionar un bien jurídico.
Las dificultades del campo de la libertad de expresión tienen un componente moral que ha de superarse. Una forma de hacerlo es recordar que el derecho penal debe ser la última ratio. Los delitos se tipifican bien para castigar un mal que ya se ha producido, o bien para evitarlo, cuando haya un riesgo notorio. Los delitos de incitación al odio y el de enaltecimiento del terrorismo se erigen como medidas disuasorias del “discurso del odio”. Esto es, para prevenir la creación de un clima que favorezca la violencia. Esa es la verdadera razón de ser detrás de la incorporación de estos delitos, y no la persecución de ideas, por más moralmente reprochables que puedan llegar a ser.
Sin embargo, el gran hándicap es que la preservación de la “paz social” en la que se asientan, es un término peligrosamente vago, y en cuyo nombre se aplican condenas cuestionables si se relacionan con el riesgo real generado por el autor. La doctrina europea ha sido muy clara a la hora de trazar las líneas rojas para enervar la libertad de expresión. El mensaje debe producir un riesgo real e inminente de violencia. Del mismo modo que en la pintura, la apariencia un mismo color varía en función del resto de colores que tiene alrededor, en la ciencia penal que nos ocupa, el riesgo real de ese mensaje solo puede observarse, solo puede percibirse, a través del contexto que le envuelve. Circunstancias como el nivel de repercusión pública del autor, la difusión del mensaje, el clima social y político del país, o la propia naturaleza del lenguaje empleado son parámetros que pueden dilucidar la incitación del autor.
Siguiendo la línea europea, el Tribunal Constitucional habla del “elemento tendencial” para referirse a la necesidad de que la voluntad del autor consista en incitar efectiva y realmente a la comisión de delitos de terrorismo. Es ahí donde reside el quid del asunto. El odio, y mucho menos la ideas, no son el motivo de una sanción penal. Lo reprochable, en su sentido jurídico, debe residir en la creación de un riesgo para la sociedad.
El enaltecimiento del terrorismo se introduce en el ordenamiento durante el mandato de Aznar, en el año 2000. Se trataba de una época azotada por la lacra terrorista ETA. Cuestionable ahora es la existencia de un riesgo de comisión de delitos terroristas en ausencia de un verdadero contexto terrorista, de una situación de agitación y teniendo en cuenta la propia desaparición de las organizaciones ensalzadas. Tal y como se pronunció la magistrada Manuela Fernández de Prado en su voto particular, la canción de Hasél y sus tuits, no tendrían más recorrido que el de una “crítica ácida”, que es, además, muy común en el rap. Pero cierto es que no puede eludirse la posibilidad de que, mediante el uso de la palabra, especialmente en actos con cierta publicidad, pueda originarse un verdadero riesgo de comisión de delitos terroristas, o de hostilidades hacia las minorías, en el caso de los delitos de odio.
Sin embargo, la tarea de determinar ese riesgo es la prueba de la enorme dificultad para combinar la rigidez de los parámetros legales con la complejidad de la conducta humana. La incorporación de los delitos del “discurso del odio” pueden ser una herramienta para preservar la paz social, pero encierran un peligro notorio. Los límites de la libertad de expresión se tuercen, se enturbian y todo el mundo sabe muy bien dónde están las barreras hasta que las tiene que trasladar del papel a la realidad.
A estas alturas, conviene echar la vista atrás y recordar a un señor que escribió la primera defensa pública de la libertad de expresión, en un tiempo en el que aquello era solo una quimera. John Milton sabía que la verdad se deja ver a la luz del contraste de lo bueno y de lo malo, de lo verdadero y de lo falso. Es el libre intercambio de ideas lo que permite decidir y razonar. Del mismo modo, una sociedad verdaderamente libre estará en un nivel ético superior a aquellos que propagan mensajes de odio. Es la propia sociedad la que percibe la xenofobia o la nostalgia terrorista, y serán los individuos los que las rechacen y las aparten con gracilidad de su campo de visión.