La educación y su cliché

Por Felipe Valenzuela Quirós.

Estudiante de 5° año de Derecho de la Universidad Gabriela Mistral, Tesista en proyecto FONDECYT Nº 1150468 sobre ‘’Dirección material y gestión eficiente de los procesos civiles’’, Ayudante de Derecho Constitucional, Ayudante de Instituciones Políticas,  y Ayudante de Derecho Medioambiental. 

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Es ya casi un cliché la postura que dice ‘’la educación es la solución’’. Y lo es, los conflictos sociales, en muchos ámbitos, se comienzan (y a veces terminan) a solucionar con la educación como el elemento esencial de resolución. Por muy cliché que suene, y por mucho que resuene como consigna de algún partido político, ¿nos hacemos cargo de ella?

La política de Estado en Chile siempre se ha pensado de una vertical, y paternalista, en la que la sociedad toda es destinataria de cierto ideal que debe ejecutar, sin mucho entendimiento. Como todo, las políticas públicas se empaquetan en las mesas de algún grupo intelectual de élite, y luego, con el presupuesto público, y tras un largo proceso de empaquetado y rotulado, esa política pública es despachada al populus.

Ahí surgen muchos problemas, entre los cuales salta la manera aristocrática de pensar la cosa pública, como si las personas fuesen completamente ignorantes de su realidad y necesidades, y fuesen algunos los encargados de enseñarles el bien.

La educación, como política pública, se mete en el mismo saco. Pero precisemos. La educación superior, de la cual se alzan sermones sobre gratuidad y calidad, es la instancia social en la que cuajan los ideales comunes, se democratiza la ciencia, y se elevan maneras para solucionar los conflictos sociales (sean tecnológicos, científicos, jurídicos, etc.). Lamentablemente, como todas las cosas, herramientas tan útiles y nobles, desprovistas de un propósito, pueden causarle aflicciones a la misma sociedad que las hizo posible.

Preguntémonos por los propósitos, ¿cuál es el propósito de la educación en Chile? revisando los avisos publicitarios de las universidades, nos encontramos con ofertas de un futuro laboral exitoso, grandes porcentajes de empleabilidad. Los gritos de gratuidad se encaminan a eso, la educación como una fuente de trabajo. Esto evidencia la ausencia de propósitos de nuestra sociedad, porque, simplificando, pagar las cuentas no puede ser un propósito, es una necesidad, y respondemos a nuestras necesidades con el poder del instinto. Esta falta de propósitos permea las políticas públicas, la idiosincrasia chilena, se mete en las profundidades del ciudadano. Es en sí, la esencia del estatus quo.

Sin propósitos la vida en común no tiene sentido, reduciéndola a su expresión más primitiva; vivir en sociedad para subsistir. Como se sabe, en la doctrina democrática constitucional, la sola subsistencia biológica no es garantía de una vida digna, por el contrario, degrada al ser humano a su expresión más elemental.

La educación, y su cliché, es una verdad incómoda, de la que no nos hacemos cargo porque en el fondo, hoy, está desprovista de un sentido. Si la educación ha de resolver algo, lo hará solo si se encamina a divulgar los valores de una sociedad cooperadora. La universidad debe ser el lugar en que, entre todos, se llegue a soluciones útiles para la comunidad. Esa creación es, por cierto, el fundamento de la comunidad democrática.

Como le dijera Albert Einstein, el más grande humanista del siglo recién pasado, a un grupo de niños: «Nosotros los mortales adquirimos la inmortalidad en las cosas permanentes que creamos en común». Ese es el propósito del tan pisoteado cliché, la educación.