¿Puede el Derecho tolerar la obsolescencia programada?

Por Erika Isler Soto.

Académica de la Universidad de Talca.

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Si hace algún tiempo, el examen de los derechos de los consumidores a propósito de la conformidad de la cosa vendida se centraba en los regímenes de postventa (comúnmente conocidos como garantías), hoy en día se añade el cuestionamiento de la licitud de la práctica de la obsolescencia programada[1].

Desde el punto de vista conceptual, en términos generales es definida por Pinochet Olave como “una práctica del sector industrial, que planifica el término de la vida útil de determinados productos de un modo artificial, disminuyendo considerablemente la duración que hubiera podido tener el mismo, de acuerdo al estado de avance de la ciencia y la tecnología, con el propósito de estimular el consumo, la producción y consecuentemente, incrementar las ganancias de dicho sector productivo”[2].

Ahora bien, la disminución o terminación anticipada del tiempo en el cual un producto puede cumplir su función natural, aquella para el cual fue fabricado o bien que ha sido informada al consumidor, puede deberse a diversos factores.

Así, la obsolescencia funcional (objetiva)[3] –quizá la más conocida- se produce cuando el bien deja de ser apto para el uso normal, informado o publicitado (producto inapto o no conforme con el contrato). Ello puede suceder porque fue programado de manera intencionada para que luego de cierto tiempo o uso se produzca tal efecto, como ocurriría con aquella impresora configurada tecnológicamente para imprimir una determinada cantidad de páginas, aunque su fabricación y composición le permitiese realizar la misma operación muchas veces más. Asimismo, un dispositivo también puede quedar obsoleto, por no poder seguir satisfaciendo las necesidades del usuario en razón de que su diseño se ha tornado en incompatible con las condiciones que la tecnología exige en un momento dado. Tal sería el caso de un Smartphone, cuya actualización del sistema operativo lo termina ralentizando en exceso. La situación puede volverse más crítica, si ciertas aplicaciones –por ejemplo WhatsApp- dejan de funcionar en modelos más antiguos del producto o bien sin la actualización señalada.

Cabe, por lo tanto, preguntarnos si la práctica de la obsolescencia programada debe ser sancionada por el ordenamiento jurídico, o bien si su uso puede quedar al arbitrio de proveedores y fabricantes.

Naturalmente, si no se ha informado dicha circunstancia, y si aún no ha operado la prescripción extintiva, se activarán los mecanismos de tutela que otorga tanto el Derecho Común como el Derecho de Consumo, para el comprador que ha sido defraudado, entre ellos, la garantía legal, la responsabilidad por publicidad falsa o engañosa, normas sobre vicios del consentimiento, etc.

Por el contrario, si se ha explicitado en soportes publicitarios o informativos, acerca de la limitación temporal de la funcionalidad del bien, antes de la celebración del contrato de consumo, y ella cumple con el estándar mínimo establecido en la LPDC para la garantía legal (por regla general, 3 meses contados desde la entrega del producto, Arts. 20 y 21 LPDC), en principio no podría entenderse que sea ha configurado un incumplimiento contractual.

No obstante, ello no torna a la conducta automáticamente en lícita.

Queramos o no reconocerlo, los estudios demuestran la verificación de un grave deterioro del planeta producido por la acción del ser humano. Los daños provocados al medio ambientales son innegables, y de tal magnitud, que su prevención futura ya no puede quedar a la sola voluntad de cada integrante de la comunidad. A su vez, los actos que destruyen el ecosistema en el cual convivimos los seres vivos deben ser prohibidos por el ordenamiento jurídico, aun cuando generen riqueza.

De esta manera, si la disminución intencional y anticipada de la utilidad de un producto, produce basura tecnológica cuyo reintegro a la cadena de reutilización puede resultar muy costosa, difícil, imposible o irrelevante, debe ser evitada.

En este punto cabe recordar, que el propio consumidor ha comenzado a modificar su comportamiento en aras de un consumo más sustentable: se han multiplicado las instancias de trueque y reciclaje de bienes, a la vez que la propia tecnología ha contribuido a la facilitación de venta de productos usados entre particulares, con el objeto de otorgarles nuevos usos, y así, disminuir la cantidad de material innecesario circulante.

Así las cosas, si el consumidor se encuentra cumpliendo con su deber de evitar riesgos (Art. 3 letra d LPDC), es del todo esperable que el proveedor respete su derecho al cuidado del medio ambiente y a la protección de la salud (Art. 3 letra d LPDC).  La consideración anterior es particularmente relevante si se la pondera con el contexto histórico en el que se enmarca nuestro país actualmente, y en el cual muchas demandas sociales se vinculan con intereses colectivos y comunitarios. 

En efecto, los atentados contra el patrimonio pueden provenir tanto de aquellos que destruyen el espacio público, como de aquellos otros que lo realizan a partir de la devastación del medio ambiente en el cual vivimos. Los primeros son erróneamente romantizados, en tanto que los segundos suelen ser ignorados, pero uno y otro provocan daños injustificables y que además son de difícil reparación. En ambos casos se está disponiendo de bienes comunes a todos los seres humanos, pero cuyo dominio no faculta a su destrucción, sino que a su mantenimiento para el disfrute de cada uno de los habitantes del país y del planeta.


[1] FONDECYT N° 11190230: “Los medios de tutela del consumidor ante el producto defectuoso, en la Ley 19.496”.

[2]Pinochet Olave, Ruperto (2016) p. 745.

[3]Ruiz Málbarez, Mayra C.; Romero González, Zilath (2011) p. 133.