
Por Francisco Javier Rodríguez.
Licenciado en Derecho por la Universidad Autónoma de México. Abogado postulante. Presidente de la Comisión de Asuntos Internacionales de Coparmex Metropolitano. Comunicador y columnista para varios medios escritos en México.
El mundo político de la segunda mitad del siglo XX, fraccionado en dos bloques encontrados en el marco de la Guerra Fría, abría la consciencia de una nueva ideología de protesta, que se adueñaba de la forma de hacer política en el mundo, lo mismo en el bloque oriental y occidental.
Los movimientos contraculturales, portadores de la semilla del cambio de las conciencias y los sucesos políticos en todo el mundo desahogaron en un cambio radical, que a finales de los años 80 ‘s derribó la “cortina de hierro” y su fundamento ideológico. Eso significa que las masas tomaron bajo su control la dirección de sus destinos y sus gobiernos. No más Oriente, ni Occidente.
El contexto político que nos ocupa en esta ocasión también llegó a México en voz de varios grupos sociales, principalmente de sus jóvenes. Miles de estudiantes mexicanos, simpatizantes de movimientos contraculturales del siglo XX fueron duramente reprimidos por el gobierno en turno en octubre de 1968. Represión que por intereses nacionales y por la cercanía de México con Estados Unidos llegó a su culminación el 2 de octubre del mismo año con el homicidio de cientos de jóvenes que celebraban una asamblea informativa en la emblemática “Plaza de la Tres Culturas” en Tlatelolco, Ciudad de México.
Luego del 68 mexicano, el oficialismo también se valió del control, la vigilancia y la represión violenta de los movimientos sociales, que por su causa o por sus intereses, bien podían desestabilizar el país. Todo esto pasaba en el México de la segunda mitad del siglo XX.
En el México moderno, digamos a partir de la segunda década del siglo XXI, la represión social va cayendo en desuso. Sin embargo, hay otras maneras “modernas” de vigilar a los mexicanos sin incurrir en el uso de la violencia institucionalizada: nos referimos al espionaje social.
Según declaraciones e información difundida por el grupo de hackers denominado “guacamayas”, el gobierno mexicano usó el avanzado “software pegasso” para espiar a activistas, pueblos originarios, madres buscadoras, luchadores sociales, políticos de oposición, adversarios y demás personas cuya actividad es importante para el gobierno. El espionaje y el uso de ese software es una función extraoficial del Ejército Mexicano.
Resulta que hace unos meses el Ejecutivo Federal reconoció que el gobierno mexicano usó el “software pegasso” para ejecutar actos de inteligencia militar, no así para espiar a los mexicanos, que nuestro Ejército no espía, sino que se limita a custodiar y garantizar la seguridad del país. Sin embargo, el testimonio de varias personas que pertenecen a alguno de los grupos aquí citados manifiesta lo contrario. La realidad es contraria a los argumentos del gobierno mexicano.
El párrafo doce del artículo 16 de la Constitución mexicana señala que las comunicaciones privadas son inviolables, y que la Ley sancionará cualquier violación a esta categórica prohibición constitucional. El texto señala una excepción: las comunicaciones privadas pueden ser intervenidas únicamente a petición del Ministerio Público y cuando se trate de asuntos en materia penal. En este caso, será un Juez quien apruebe la solicitud de intervención de comunicaciones privadas solicitada por la autoridad investigadora.
La prohibición prevista en el artículo 16 Constitucional ya citado debe acatarse por todas las autoridades del Estado mexicano. Pero en la práctica, desde el siglo XX, las autoridades mexicanas, sobre todo el Poder Ejecutivo, transgreden esta prohibición en aras del “orden de la Nación”.
Desde el siglo pasado, el espionaje se ha convertido en una de las herramientas de control social más efectivas del Poder Ejecutivo, sin importar, obviamente, las prohibiciones legales.
El espionaje oficial normalmente culmina con alguna reacción tendiente a resolver definitivamente alguna intentona de insurrección, protesta o, incluso, algún ataque contra el interés oficial. Esa es la finalidad del espionaje en México: la conservación del orden público, o sea, la estabilidad política del gobierno en turno.
En ese aspecto, en México, los avances y progresos en materia de protección de derechos humanos resultan nugatorios en vista de que en la realidad es precisamente el Poder Público el ente que aún ostenta el control y la vigencia efectiva de los derechos fundamentales de los mexicanos. Desde su reconocimiento, los Derechos Humanos constituyen el medio de control de los ciudadanos frente a actos arbitrarios del Poder Público. Los límites de los actos de autoridad inician donde comienza el alcance de los Derechos Humanos. En América Latina, aún hace falta mucho para que los Derechos Humanos alcancen el reconocimiento y el respeto que previeron sus creadores hace ya varios siglos.