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Elynel Romero

 

Por Elynel Romero Mayorca

Abogada especialista en Derecho Internacional Económico y de la Integración. Universidad Central de Venezuela.

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El término leso, agraviado, lastimado, resulta especialmente doloroso cuando se asocia a la palabra humanidad. Y es que se dice fácil, aquello de “Lesa Humanidad”, mas sus implicaciones son profundamente dolorosas y constituyen un crimen.

 

El preámbulo del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional menciona la paz, la seguridad y el bienestar de la humanidad como los baluartes superiores que deben ser reivindicados cuando los crímenes de lesa humanidad son cometidos. No a la impunidad, reza, sí a la prevención de nuevos crímenes, afirma.

 

Sin embargo, todo ello parece pasar inadvertido hoy día, incluso en países signatarios del Estatuto. Se olvida que la comisión de un ataque generalizado o sistemático contra civiles, que implique el asesinato, el exterminio, la deportación o traslado forzoso de población, el encarcelamiento, la tortura, la violación o cualquier otra forma de violencia sexual, la persecución de un grupo o colectividad con identidad propia fundada en motivos políticos, la desaparición forzada de personas, entre tantos otros, constituyen “crímenes de lesa humanidad”.

 

122 países son Estados Parte del Estatuto de Roma, de los cuales 27 son de Latinoamérica y El Caribe. Como dato curioso se puede señalar que, cronológicamente, Venezuela fue el tercer país en suscribirlo en la región. Argentina, Paraguay, Costa Rica, Perú, Ecuador, Panamá, Brasil, Bolivia, Uruguay, Honduras, Colombia, República Dominicana, México, Chile y Guatemala son también Estados Parte.

 

Es importante precisar que cualquier Estado Parte, así como el Consejo de Seguridad, pueden remitir la presunta comisión de uno o más crímenes a la competencia de la Corte. También puede hacerlo el Fiscal, actuando de oficio. Asertivamente, el Estatuto prevé –además– que los crímenes de la competencia de la Corte no prescriben.

 

Adoptar las medidas necesarias y razonables para prevenir o reprimir la comisión de crímenes de lesa humanidad es una obligación, en especial para el jefe militar, so pena de ser penalmente responsable por aquellos crímenes que hubieren sido cometidos por fuerzas bajo su mando y control efectivo, o su autoridad y control efectivo, cuando hubiere sabido o hubiere debido saber que las fuerzas estaban cometiendo esos crímenes o se proponían cometerlos. También es su obligación  poner el asunto en conocimiento de las autoridades competentes a los efectos de su investigación y enjuiciamiento. Mayor aún es su responsabilidad cuando deliberadamente hace caso omiso de información que indicase claramente que los subordinados estaban cometiendo esos crímenes o se proponían cometerlos. Ni hablar si la orden de agredir procede directamente de él.

 

En cuanto a los ejecutores materiales, el estatuto es claro al indicar que quien hubiere cometido un crimen de la competencia de la Corte, en cumplimiento de una orden emitida por un gobierno o un superior, sea militar o civil, no será eximido de responsabilidad penal. Claro está que las órdenes de cometer genocidio o crímenes de lesa humanidad son manifiestamente ilícitas.

 

Si los diversos organismos estatales permiten, silencian y cohabitan con tales hechos, literalmente arrojan al precipicio cualquier vestigio democrático. Tales crímenes estremecen los cimientos de las instituciones, generan dudas sobre la separación de los poderes públicos, cuestionan el estado de derecho. En tal contexto, la ejecución de forma reiterada, y hasta sistemática, de crímenes de lesa humanidad debe ser percibida y calificada abiertamente como una política de un Estado, que, bajo ninguna circunstancia puede considerarse democrático. Cabría preguntarse entonces ¿qué es lo que moviliza puntualmente a un Estado para incurrir en tales prácticas? ¿Motivos pragmáticos o, más bien, perversos?

 

Elynel RomeroLos crímenes de lesa humanidad son aberraciones intolerables, la condena nacional e internacional a los mismos ha de ser inmediata y contundente. Los organismos internacionales deben operar a tiempo, ser efectivos, demostrar que son más que amplias declaraciones de intención, que cumplen un fin, que son funcionales y no meros mecanismos internacionales, burocráticos e ineficientes.

 

Muy mal precedente constituye la dilación o ausencia de pronunciamiento sobre estos casos, lo cual es equivalente a gritar al mundo que la impunidad es la norma. El clamor debe ser contundente: no se toleran los crímenes de lesa humanidad bajo ningún contexto, no se justifican, no se exculpan. Los Derechos Humanos son inalienables, no se negocian, no se administran, no responden a ideología, ellos son sagrados, y pertenecen a todos y cada uno de nosotros, indistintamente de si hoy somos agredidos o no, después de todo y eventualmente “el represor” puede terminar siendo “el perseguido”.

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