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Hablemos Sobre El Estado De Derecho

Elynel Romero

Por Elynel Romero Mayorca

Abogada especialista en Derecho Internacional Económico y de la Integración. Universidad Central de Venezuela.

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Al cavilar sobre la realidad contemporánea de Latinoamérica y sobre el ejercicio de los Poderes Públicos, me pregunto ¿qué permite que una sociedad conviva pacífica y organizadamente en un determinado espacio territorial? Para dar respuesta a ésta incógnita creo importante revisar el concepto de Estado de Derecho y sus implicaciones.

Estructura claramente compuesta por dos elementos: el Estado, como mano ejecutora del poder, y el derecho, como la fuente normativa que define y regula su ejercicio, una conceptualización  de Estado de Derecho, en mi opinión, necesariamente pasa por mencionar que constituye la justa contrapartida al Estado Absolutista, y que se encuentra compuesto por un sistema de leyes e instituciones, articuladas mediante una Constitución en su cúspide normativa, con la finalidad de garantizar la paz, el orden social, la confianza e, idealmente, la seguridad jurídica. En tal sentido, el derecho surge, entonces, como un contrapeso necesario al poder, limitando la acción de particulares y gobernantes.

Frecuentemente se asume que un Estado Democrático se identifica, en esencia y plenamente, con el Estado de Derecho. Sin embargo, la mera validación electoral inherente al primero no determina la existencia de éste último, ni su coexistencia ab initio,  necesariamente implica su permanencia posterior (por ejemplo: aquel que habiendo obtenido mandato de forma democrática, posteriormente deroga el Estado de Derecho y concentra los poderes en cabeza propia, o aquel que decide acatarlo o desatenderlo facultativamente).

Pero, ¿son todos los sistemas similares? No, y es preciso delimitar el Estado de Derecho formal (o de forma) del material (o de fondo). En el formal, el poder lo atribuyen las leyes y son éstas las que determinan su ejercicio, sin estar atadas a un precepto superior, tesis según la cual lo justo o injusto de la norma es intrascendente, pues lo único relevante es su acatamiento. Por otro lado, en el Estado de Derecho material o sustantivo, la ley define igualmente al poder, mas su contenido está condicionado al factor justicia, al interés público, al respeto de los derechos fundamentales;de esta forma, la ley que se percibe como injusta ha de fenecer, pues –de lo contrario– termina perdiendo legitimidad el régimen jurídico que obliga su acatamiento.

¿Cómo saber, entones, si en un sistema social hay o no Estado de Derecho? Lo primero que debemos verificar es la existencia de una norma escrita, producto de la voluntad popular, generalmente reflejada en la Constitución, cuyo seguimiento sea de carácter obligatorio tanto para los particulares como para aquellos que ejercen el poder público. La  ley figura, entonces, como la red de contención, resguardando así los derechos humanos fundamentales y la justicia.

Seguidamente, debe estar presente la debida separación de los Poderes, distribuyendo el poder del Estado en diversos órganos, delimitando sus funciones y atribuciones, y permitiendo el ejercicio autónomo de éstos. Así pues, clásicamente separados, el ejecutivo, legislativo y judicial han de operar de forma independiente y libre, ejerciendo sin embargo un control recíproco entre ellos. De esta manera, el poder es inherente a la institución, no así al funcionario que la representa, lo cual en teoría, debería impedir abusos y arbitrariedades.

Ahora bien, ¿qué sucede en aquellos casos donde Estado, ley y Gobierno se confunden? ¿Qué sucede cuando el funcionario asume que su voluntad debe imperar, aún cuando la ley estipule algo diferente? Experiencias recientes en Latinoamérica han demostrado que, en resguardo de la debida separación de los poderes y del ejercicio libre del poder público, no es permisible una identidad plena entre afiliación partidista y funcionario público, pues ello desvirtúa la labor del funcionario y parcializa el ejercicio. Debemos tener claro que, en la práctica, no es el pueblo el que gobierna, sino la fracción política de turno y cualquier desviación de la norma va abriendo paso a la discriminación y al abuso de poder, desdibujando rápidamente la figura del Estado de Derecho. Por ello merece la pena recordar que cuando se trata del ejercicio de la función pública, hacerlo de forma selectiva o suspicaz no es una opción.

Desde otro ángulo, surge también en cabeza del Estado la función de ser garante de los derechos y libertades de los ciudadanos en su totalidad. Leyes y funcionarios quedan sujetos al respeto y procura del pleno ejercicio de los derechos humanos fundamentales, contándose entre los más prominentes la dignidad humana, la libertad personal y la libertad política, así como la igualdad ante la ley, ya que por esta vía se obtiene un orden ciudadano (mis derechos terminan donde comienzan los del otro).

Ahora bien, ¿cómo proceder ante un gobierno que desvirtúa el Estado de Derecho? ¿Desatendemos la norma? Si bien en democracia se presume que es el pueblo en ejercicio de su poder quien elige su gobernante, para responder a esta pregunta resulta importante abordar el tema de la legitimidad del poder prescindiendo de la tesis extremista que atribuye absoluta identidad a gobernante y gobernados, legitimando de forma automática la autoridad pública. La simple idea abre la puerta a la perversidad, siendo que en Democracia la mayoría victoriosa debe gobernar para todos (partidarios y antagónicos).

En virtud de lo anterior, preservar la legitimidad en el ejercicio del poder público pasa, pues, por el respeto a la disidencia y por el resguardo de sus derechos. Lo contrario abre la puerta a la inseguridad, la duda, la persecución, al silencio forzado y extingue toda posibilidad de alternabilidad, aniquilando automáticamente el Estado de Derecho.

La manipulación del Estado de Derecho se ha evidenciado en diversos países y en distintos contextos históricos y sociales, entre ellos, unos cuantos casos de reciente data. De allí que al momento de deslindar a un Estado Democrático de un sistema dictatorial, el primero respete las reglas del juego y el resultado final, le favorezca o no, mientras que en el segundo: “el fin justifica los medios” y desprenderse del poder es impensable, aún cuando la realidad social así lo ordene.

A todo evento, la respuesta obligada parece ser que el desacato a la ley no es la alternativa, pues si lo que se busca suprimir es la anarquía, obviamente el desatender la ley no generaría el fin deseado. Al contrario, desvanecería en breve todo orden social y cualquier avance democrático alcanzado. En todo caso, la historia también demuestra que el manejo turbio del poder y de la ley por parte del apoderado es directamente proporcional al autoritarismo del mandatario de turno y socava los cimientos sobre los cuales se sostiene su autoridad.

La evolución hacia un Estado de Derecho tangible y permanente debe partir de una madurez ciudadana, de la internalización del deber superior de respetar los espacios de otros y de la importancia de resguardar y acatar las leyes, sin dejar resquicio alguno para la dicotomía o la duda. Debemos entender que para preservar el orden hay que cumplir y exigir respeto a la norma, elevar el nivel de la función pública y rescatar los mecanismos de control eficaces, pues sin Estado de Derecho ¡el caos se distribuye equitativamente para todos!

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