El orden de prelación del apellido paterno: ¿privilegio o derecho?

Por Monserrat Sanzana Cortez.

Abogada por la Universidad Nacional Andrés Bello.

En lo relativo a la elección y orden de los apellidos de un hijo en nuestra legislación nacional existe una práctica imperativa e histórica, que regula expresamente las opciones que tienen los padres y madres respecto a su determinación. Ello se traduce, especialmente, en la exigencia legal de que el apellido paterno sea predecesor del materno, sin la posibilidad de intervenir en el orden y hacer valer la autonomía de la voluntad de los progenitores, aun en caso de existir un acuerdo entre ellos.

La modificación de la Ley N°4.808 sobre Registro Civil, una tarea que inició en marzo del año 2005 sin mucho éxito y que se mantuvo dormida para los legisladores, resurge nuevamente en el año 2018 con el proyecto de ley denominado como “Ley Gala”. Hoy se encuentra en el segundo trámite constitucional y que, en el evento de ser aprobado, permitiría que el apellido de la madre anteceda al del padre al momento de la inscripción del primer hijo o hija, cuestión que -además- fijaría el orden de los apellidos para los hijos en común.

La estricta continuidad del apellido paterno en pleno siglo XXI carece de toda clase de argumentos justificativos, pues se trata de una cuestión sujeta a una antigua práctica histórica que acompaña a la identidad cultural de las distintas sociedades, incluso desde hace mucho tiempo antes del cristianismo, y que en la actualidad no es representativa de la anhelada igualdad de decisión que tendrían los padres según su género. 

La descendencia patrilineal proveniente de un sistema familiar patriarcal se impuso en nuestra sociedad a propósito del modelo desigual, en donde la figura del hombre considerado como proveedor económico reducía exclusivamente a la mujer a las labores domésticas y el cuidado de los hijos, lo que en definitiva otorgaba social, cultural y jurídicamente un estatus privilegiado y de cierta omnipotencia de autoridad familiar.

Pese a que, en algunas comunidades ya casi extintas -especialmente del continente asiático-, el apellido se traspasaba de madre a hija o de padre a hijo, según fuera el caso, la matriz patriarcal como modelo familiar clásico y hoy obsoleto se mantuvo fuerte y sin variaciones ya desde la llegada de la Edad Media en la mayor parte del mundo, predefiniendo la conservación de la identidad familiar exclusivamente al nacimiento de hijos. Se convirtió para ese entonces en un derecho exclusivo de los hombres por el solo hecho de convertirse en padres. Hoy una cuestión representativa de un autoritario privilegio.

La redefinición y el posicionamiento de la mujer como resultado del empoderamiento personal, entre muchos otros ámbitos, ha permitido la construcción contemporánea de nuevas estructuras familiares, las que exigen igualdad, justicia y legitimación de derechos en lo que respecta a las decisiones relativas a la decisión de optar por la maternidad y la crianza de sus hijos, siendo esto uno de los tantos escenarios en materia de lucha por la igualdad de género.

Chile, al igual que otras legislaciones -entre las que se encuentra España, Francia, Alemania, Estados Unidos y México, solo a modo de ejemplo- apunta a poner fin a un sistema inevitablemente discriminatorio, que predispone y entrega como mensaje una errónea idea de superioridad en derechos del hombre por sobre la mujer. Una cuestión que precisamente niega la Constitución Política  y otros instrumentos jurídicos de carácter internacional como el Pacto de San José de Costa Rica y la CEDAW (Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer) mediante la consagración del principio de igualdad y no discriminación.

Ahora bien, en un escenario legislativo lento, en donde incluso se ha luchado por una paridad de género inclusiva respecto de quienes tienen la facultad de discutir y aprobar las leyes, que en la práctica lleva 16 años de tramitación y que solo durante el mes de enero del presente año inclinó nuevamente todas las miradas en él, devela y esconde un retardo que se armoniza y se explica con una línea temporal en donde en 31 años, desde el año 1990, sólo han ingresado al Congreso aproximadamente 330 proyectos de ley destinados a buscar y promover la igualdad en materia de derechos de la mujer, la mayoría de ellos en el año 2020. Una cuestión que no deja de ser lo suficientemente criticable y que obliga poner la atención en el invisible reloj legislativo del cual poco y nada se sabe.