Por Francisca Becerra.
Abogada de la Universidad Andrés Bello. Postgrado en Derecho Público Global de la Universidad de Castilla-La Mancha. Profesora de Derecho Económico.
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El sol despunta por el otro lado de la ciudad, por el otro lado del casco antiguo. A pesar de estar en el siglo XXI, al abrir la ventana y contemplar el frágil baño de luz al amanecer, en Toledo aún pareciera que se vive en alguna parte del Medioevo. Quizás en una mezcla extraña, con algunos retazos de finales del siglo XX. La neblina parece caer desde el Alcázar al Río Tajo, pero es al revés. Avanza lenta, elegante, queriendo devorar lo que hay a su paso, pero dejando todo intacto. En el cielo la paleta de colores que nace en el horizonte, pintando el firmamento de cálido a frío, marca el inicio de jornada: es tiempo de levantarse.
El día inicia con el desayuno en el comedor ubicado en el piso -1 del convento Carmelitas Descalzos. Sí, son Carmelitas y son hombres. Allí, en una mesa acondicionada para los 13 que hemos viajado a la Ciudad Imperial, nos sentamos y compartimos el primer alimento del día. No es fácil que todos logren hablar por la mañana, algunos íbamos más dormidos que otros, pero es un buen momento para programar el día y conocerse un poco más. Compartir una comida siempre ayuda a aprender sobre otras personas.
En el grupo, así como en todas partes, teníamos distintas inclinaciones a las ramas del Derecho. Mientras que algunos se inscribieron en el curso de Derecho Ambiental, hubo otros en Derecho del Consumidor, Derecho Público Global, Negociación, etc. Por ello todos comíamos juntos, pero cada uno tomaba su propio camino cuando nos dirigíamos hacia la Universidad Castilla-La Mancha. La caminata hacia el convento puede durar entre 5 a 8 minutos, incluso un poco menos si vas con paso rápido. Las calles están hechas de piedra de arriba abajo, incluso las construcciones de las casas, edificios de pocos pisos y comercio, todo de piedra. Así como en el invierno la piedra fría, me aventuraba a pensar cómo sería en verano con el sol abrasando el día entero.
Ya en clases, cada módulo era dictado por un profesor diferente, la mayoría españoles, la mayoría contaba en su currículum con universidades prestigiosas y trabajos en instituciones importantes de Europa. Enmarcadas con arcos y puertas de importantes guerras, recordándonos que Toledo fue capital de un reino poderoso, las cátedras que escuchamos fueron enriquecedoras desde el punto de vista profesional, pero también espiritual. No se trató solo del contenido, sino también de los muros que nos rodeaban, de las historias que podían contar, de la época en que se construyeron. Había un hueco silencioso que llenar observando desde el piso hasta el techo.
Cuando las clases acaban, nos enfilamos otra vez hacia el convento, recorriendo el mismo camino andado en la mañana, pero esta vez con menos frío. Generalmente, a esta hora, el sol está un poco más generoso y nos entrega algo más de calor, otras veces es egoísta y se esconde detrás de las nubes. Como sea, el camino debe marcharse porque en el convento espera el almuerzo y las historias que pueden contar nuestros compañeros de grupo. Es la hora en que se comparten los planes para la tarde. Algunos tenemos una conferencia, otros irán a recorrer la ruta de baños romanos, otros subirán el campanario de la catedral. Hay otros que tienen clases en las tardes, por lo que durante la mañana ya han hecho todo eso.
Aventurarse por las calles de Toledo es una travesía para valientes. Claro, todo es más fácil si cuentas con un GPS. Sus calles están construidas para que solo pueda circular libremente un vehículo pequeño. Los medianos pasan si el conductor tiene precisión milimétrica. Los grandes no caben. Son tan pequeñas, que debimos detenernos y resguardar nuestra seguridad al alero de las entradas de tiendas y casas más de una vez. Además, es lo más parecido a un laberinto que he visitado: las calles parecen haber sido trazadas en un orden aleatorio o haber sido dispuestas a medida que alguien arrojaba sin ningún plan los edificios alrededor de la montaña. No obstante, contra todo pronóstico, luego de unos días ya se aprende cómo llegar a los lugares que deseas ir sin la necesidad de ver el mapa en el celular.
Al caer la noche, Toledo despide el día con la oscuridad de fondo y las luces iluminando lúgubres sus calles, pero imponente sus monumentos más importantes. Observando el poco ajetreo de sus calles en invierno, el movimiento titilante de sus luces quebrando la oscuridad, disfruté reflexionando sobre las lecciones del día, de las cátedras a las que asistí, acerca de las personas a las que conocí. También me permitía a mí misma imaginarme cómo sería el día siguiente, qué partes nuevas del Derecho iba a aprender, con qué me sorprendería Toledo a la mañana siguiente. Cómo me sentiría al despuntar el alba otra vez.