Por Claudio Rodríguez Romo.
Abogado por la Universidad de Valparaíso, con estudios de doctorado en la Universidad de Chile y actualmente asesor legislativo en el Senado de la República.
El lenguaje, entendido aquella facultad del ser humano de expresarse y comunicarse con los demás a través del sonido articulado o de otros sistemas de signos, es la base anular en la creación de la ley. Lo que se dice y lo que se escribe pasaría a formar parte, no sólo de su texto, sino que, de alguna forma, de su “espíritu” o de la historia fidedigna de su establecimiento.
Sin embargo, si lo anterior fuera tan cierto, difícilmente podríamos interpretar, conforme a la normativa internacional de los derechos humanos, los derechos de las personas que integran las diversidades sexuales y de género. Más aún, si nos detuviéramos a analizar el lenguaje que nuestros legisladores utilizan para referirse a estas materias, no sería aventurado concluir que, en el fondo, lo que existe es una evidente carencia de conocimientos claves en materia de sexo, género, identidad de género y orientación sexual. Y como es muy común, donde escasean los conocimientos, el prejuicio y el estereotipo predominan, convirtiéndose las diversidades sexuales y de género “en otros”, que se escapan a un supuesto orden social y “natural”.
En el referido contexto, inolvidables han sido las intervenciones de parlamentarios respecto a este tipo de materias. De hecho, la gran mayoría de ellas descansan en ideas (no “concepciones”) relacionadas con lo “natural” y, por tanto, bajo la relación “natural-antinatural”, que se basan en la desconfianza hacia las personas que forman parte de las diversidades sexuales y de género, por suponer que tan sólo por ese hecho resultan perniciosas para instituciones centenarias como el matrimonio civil o, incluso más, para el “orden social”.
Pues bien, de lo anterior encontramos sendos discursos que elevan a la categoría de bien objeto de una especial protección a lo “natural” y que, por tanto, todo lo que excede de dichos límites (o a su continente) sencillamente es “antinatural” y debe ser combatido (porque lo “natural” debe ser defendido). En estos casos, lo “natural” no es propiamente una idea relacionada con la naturaleza (donde la diversidad biológica es la base de la vida en nuestro planeta) sino que más bien a un preconcepto de sociedad y de orden social. Eso es “lo natural”. Así, la heterosexualidad (o la “forma de vida heterosexual”) sería lo natural y, por tanto, lo necesariamente protegible.
Ahora bien, descartando que quienes defienden “lo natural” se refieran a la naturaleza, su contenido, por tanto, es totalmente cultural y es ahí donde conceptos como sexo, género, identidad de género y orientación sexual tienen plena aplicación y explicación. De hecho, la misma heterosexualidad tiene reservado un cupo como objeto de estudio, pero no en términos de un fin o modelo a seguir y a proteger, sino que como una característica humana más. En este sentido, la ciencia y las corrientes de la diversidad sexual y de género vienen a revelarse ante la imposición “natural- antinatural”, a desecharla y postular una nueva forma de relacionarnos como miembros de la especie humana, reconociendo que no existe una sola forma de “ser humano”.
Así, quienes defienden el dualismo “natural-antinatural” en el ámbito legislativo no han escatimado en la utilización de lenguaje como defensa-ataque. Así, por ejemplo, en materia de matrimonio igualitario se ha señalado que éste “distorsiona la estructura social”, que “genera conflictos en una parte importante de la sociedad chilena” y “que el matrimonio debe mantenerse de manera natural entre un hombre y una mujer”. Incluso más, un proyecto de reforma constitucional que buscaba constitucionalizar la prohibición del matrimonio igualitario, justificaba en base a literatura decimonónica la primacía de la heterosexualidad ya que, supuestamente, “constituye el fundamento de base antropológica del matrimonio, en que se deben considerar como principios la diversidad de la modelización sexual de la persona humana, la complementariedad de tal diferenciación y la inclinación natural de los sexos entre sí en orden a la generación”.
En materia de adopción homoparental se ha señalado, por ejemplo, que si un niño es adoptado “por homosexuales va a sufrir el peso de esa minoría y que lo que hay que restituirle a ese niño es la familia que perdió y eso es una familia heterosexual, no homosexual” y que, de aprobarse esta posibilidad, se estaría limitando la libertad de los niños, condicionando su orientación sexual a la de sus padres.
Por su parte, durante la tramitación de la Ley N°21.120, que reconoce y da protección al derecho a la identidad de género, se plantearon posturas absolutamente contrarias a la normativa internacional de derechos humanos y por, sobre todo, marcadas por la desconfianza hacia las mujeres y hombres trans. Así, durante la discusión en el Senado de esta iniciativa, hubo parlamentarios que plantearon que dicho proyecto no podía “quedar supeditado solo al sentir íntimo y profundo de la persona y a cómo esta sea conocida en sus relaciones sociales, sino que debe complementarse con otro tipo de pruebas, especialmente de carácter médico, sea del ámbito psicológico, quirúrgico o farmacológico, decretadas por el propio tribunal”. Es decir, a contrario de cómo fue finalmente despachado el proyecto, lo que se postulaba es que una persona trans debía “probar” dicha calidad (incluso a través de una intervención quirúrgica ordenada por un tribunal) para así, por ejemplo, cambiar su sexo registral; lo que, desde el punto de vista de los derechos humanos es una abierta violación a ellos.
Como es posible advertir, el lenguaje que se ocupa frecuentemente para oponerse a la legislación referida a las diversidades sexuales y de género, no sólo manifiesta el precario conocimiento sobre la ciencia, las realidades humanas y su quehacer mundano y de la normativa internacional de derecho humanos (que muchas veces desconocen conscientemente), sino que de un profundo rechazo a la idea de “extender” el derecho hacia ámbitos de la realidad que han sido históricamente abandonados y excluidos, como el “Homo sacer” de Agamben que personifica una vida absolutamente matable y/o expuesta a la muerte y que en una relación de exclusión-inclusiva –de abandono– revela el real vínculo social en la actualidad, principalmente entre la población que no encaja dentro de los cánones tecno-biológicos prescritos por el sistema sexo-cuerpo-género-sexualidad.
Queda mucho camino por recorrer para que las diversidades sexuales y de género podamos ser tratados con la dignidad y el respeto que todo ser humano merece por el sólo hecho de ser tal y no sólo este mes, sino que siempre debemos recordar y exigir aquello.