Debe tener doble personalidad

Por Daniel Soto Muñoz.

Abogado. Director del Programa de Fraudes Corporativos de la Escuela de Negocios y doctorante de la Escuela de Gobierno en la Universidad Adolfo Ibáñez.

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Cuando recientemente se descubrió que un importante administrador filantrópico y sacerdote había empleado el dinero bajo su cuidado para sostener varias amantes durante su vida, más de alguien se apresuró a decir que no había otra explicación que su doble personalidad.

En otra área en la que la confianza pública es central, una Ministra de Corte develó que por años se había implementado un mecanismo oculto de pagos a la oficialidad empleando una agencia de turismo y que una de sus más altas jefaturas había gastado a destajo dineros destinados específicamente a la defensa nacional, en fiestas y regalos. Se señaló que se trataba de un señor excéntrico.

Después de descubierto el fraude que afectó a la policía uniformada, se supo que en el mismo período también existían irregularidades en los gastos reservados e, incluso corroborando este gatuperio, uno de sus máximos exponentes señaló que al momento de asumir advirtió que su antecesor había vaciado el dinero en efectivo de la caja fuerte. Entonces se especuló que la causa era la personalidad avasalladora de la autoridad saliente.

Estos tres casos tienen características análogas: se trata de fraudes patrimoniales ejecutados por personas de alta preparación, revestidas de autoridad en organizaciones públicas que gozaban de prestigio social y cuyas irregularidades fueron ejecutadas en largos períodos de tiempo, aprovechando que las instituciones afectadas tenían controles internos débiles y que carecían de verdaderos controles externos. En los tres casos se especuló sobre la excepcionalidad de la conducta de los perpetradores y se esbozó como justificación que cada uno de ellos tenía algún problema de personalidad: una identidad disociativa, extravagancia o una personalidad invasiva, respectivamente.

Es claro que la mayoría de los perpetradores de delitos de cuello y corbata no son personas enfermas, ni tienen personalidades excepcionales. Por el contrario, en la generalidad de los casos se puede argumentar que se trata de personas corrientes, como cualquiera de nosotros y que, como muestran estos casos, son capaces de violar su compromiso moral cuando se verifican tres condiciones: 1) El autor del fraude sucumbe ante presiones financieras que pueden provenir de la simple codicia, de necesidades económicas familiares o del interés de mantener un alto estatus social, entre otras; 2) El defraudador se aprovecha de los vacíos o de la inexistencia de controles en la organización afectada y recluta colaboradores para asegurar el encubrimiento de las sustracciones de dinero; y, 3) Se aprovecha una cultura organizacional que haciendo uso del secretismo, oculta estas acciones promoviendo la idea de que el robo y las zarpadas pueden ser vistas como merecimientos, gratificaciones que siempre han existido o,  peor aún, porque existe la impresión que a nadie le importa.

Lo que resulta importante establecer en estos casos son dos cosas. Primero, que no son los rasgos o trastornos de personalidad de los perpetradores, los que explican el robo o el fraude, sino su cinismo y la falta de competencia técnica y moral de quienes debiesen ejercen el control. Segundo, que estos fraudes no fueron cometidos por las organizaciones afectadas, ni menos por los funcionarios honestos que en ella se desempeñan, sino por quienes participaron personalmente en el saqueo de las arcas.

Entonces, estas organizaciones tienen el deber de enfrentar la realidad y reconocer que los delitos se cometieron utilizando su plataforma institucional y que, además de admitir este hecho, tienen la obligación de implementar mecanismos eficientes de transparencia y de  detección de fraudes. Solo así podrán hacer frente con seriedad al daño reputacional que ahora les afecta.