
Por José Ramírez Riofrío.
Abogado de los Tribunales y Juzgados de la República por la Universidad de las Américas, Quito, Ecuador. Máster en Derecho Internacional de la Empresa por la Universidad de Barcelona, España. Curso de Posgrado de Economía Social y Solidaria en la Universidad Nacional de Tres de Febrero, Buenos Aires, Argentina.
Reflexionando sobre mis experiencias en la carismática geografía de Chile, me encuentro enredado en una red de recuerdos sensoriales que se funden cariñosamente con la alegría de las interacciones humanas y las delicias gastronómicas que tuve el privilegio de saborear. Hay algo casi mágico en Chile, un país que no solo reside en el sur del mundo, sino que hace una profunda declaración de identidad con sus conmovedores paisajes y su cálida hospitalidad.
Mis encuentros con Chile comenzaron en la bulliciosa ciudad de Santiago, que fusiona delicadamente lo moderno y lo histórico en una sublime unión de contrastes. Paseando por las calles de la ciudad, disfruté de la deliciosa coexistencia de altísimos rascacielos y antiguos edificios coloniales, cada uno narrando una historia diferente, pero convergiendo sin problemas en la singular tela de la personalidad de Santiago. Las visitas a los mercados locales, o «ferias», me introdujeron al verdadero pulso de la ciudad: vivaz, amigable y siempre con una sonrisa para compartir.
Las ciudades costeras de Viña del Mar y Valparaíso fueron mis siguientes encuentros con el espíritu chileno. Una explosión de colores vibrantes, calles empedradas y la fusión sin costuras de la vida urbana con el incesante mar, estas ciudades me dejaron una profunda impresión. Las bulliciosas calles, llenas del sonido de los niños riendo, música local y el seductor aroma de las empanadas y mariscos frescos, ofrecían una mezcla embriagadora que llamaba a todos los sentidos.
Pero fueron los puertos del sur los que realmente capturaron mi corazón. La belleza intacta de lugares como Puerto Varas y Puerto Montt parecía salir de las páginas de una novela cautivadora. Anclados en la grandeza de los paisajes patagónicos, ofrecían la tranquilidad que uno a menudo anhela, pero raramente encuentra. La vista del nevado Volcán Osorno desde las serenas orillas del Lago Llanquihue en Puerto Varas, en particular, permanece grabada en mi memoria, una imagen de perfección prístina.
Ningún recuerdo de Chile puede estar completo sin un guiño a su paisaje culinario. El delicioso ceviche, pastel de choclo y, por supuesto, el tesoro nacional, las empanadas, no eran solo platos, sino una exploración gastronómica de la historia y la cultura chilenas. Cada sabor era como una conversación, una cálida invitación para compartir la vida de este notable país.
Al final, no solo fueron los impresionantes paisajes, la deliciosa comida o la rica historia lo que hizo a Chile especial. Fueron los propios chilenos. Su amabilidad, calidez y pasión por la vida convirtieron cada momento en una bella experiencia. Las sonrisas que me dieron la bienvenida, las historias que compartimos, y las amistades que forjé han dejado una huella imborrable en mi alma.
Chile, con su vasta geografía y diversa cultura, ha sido un gran maestro, un anfitrión encantador y un recuerdo preciado. Cada visita me enriqueció, me enseñó a apreciar los matices de la vida y me dejó anhelando más. Es esta profunda gratitud que siento hacia este excepcional país lo que me sigue atrayendo, una y otra vez. Al plasmar mis pensamientos, me doy cuenta de que Chile no es solo un lugar que visité; es un lugar que me visitó, me tocó y me hizo parte de su extraordinaria historia.