El populismo y la demagogia nos llevan al autoritarismo que coarta nuestra libertad

Por Carolina Zamar Rabajille.

Abogada. Máster en Derecho de los Negocios Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid. Miembro de ADIPRI (Asociación Chilena de Derecho Internacional Privado). Docente Universitaria.

Para poder comprender como los conceptos están estrictamente relacionados, o bien, unos derivan en otro, hay que partir por la definición misma de cada uno de ellos.

El populismo se define como: “la tendencia política que dice defender los intereses y aspiraciones del pueblo”.

La demagogia se define como: “las falsas promesas que son populares pero difíciles de cumplir y otros procedimientos similares para convencer al pueblo y convertirlo en instrumento de la propia ambición política”.   

El populismo hoy día se ha convertido en una categoría central de las disputas públicas chilenas.

Por su parte, el autoritarismo se define como: “el régimen político que se basa en el sometimiento absoluto a una autoridad”.  

Como señalan Alexis Cortés y Alejandro Pelfini: “El populismo, concepto que durante buena parte del siglo XX permitió explicar y comprender complejos procesos políticos de incorporación de amplios sectores sociales postergados a la vida política, actualmente es utilizado (…), por la prensa y por los actores políticos como sinónimo indistinto de demagogia”.

Un buen ejemplo de alguien populista que degeneró en demagogo, lo encontramos en las palabras de Cousiño, al señalar que:

“La gran experiencia populista que conoce Chile fue la encabezada por Allende durante los tres años que duró el gobierno de la Unidad Popular. Y si algún error grave cometió Allende y la izquierda chilena fue precisamente no darse cuenta del fundamento populista de su legitimidad y haber creído que encabezaban un proceso revolucionario que conduciría a nuestra sociedad a la tierra prometida del socialismo. La fatalidad del gobierno de la Unidad Popular fue no entender al pueblo que representaban, fue haberse autoconvencido, cegado por los excesos ideológicos, de que conducían masas con conciencia revolucionaria de clase y no masas urbanas desamparadas que buscaban mejorar sus míseras condiciones de vida”.       

Otro ejemplo lo encontramos en el relato que nos hacen de Hugo Chávez, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt:

“En Venezuela Hugo Chávez era un político marginal que clamó contra lo que describía como una élite gobernante corrupta y prometió construir una democracia más “autentica” que aprovechara la inmensa riqueza petrolífera del país para mejorar la vida de los pobres (…).

Cuando Chávez puso en marcha la revolución que había prometido, lo hizo democráticamente. En 1999 celebró unas elecciones libres a una Asamblea Constituyente en la que sus aliados se impusieron por una mayoría aplastante. Ello permitió a los chavistas redactar por sí solos una nueva constitución (…). El populismo de Chávez suscitó una inmensa oposición y, en abril de 2002, fue depuesto brevemente por el Ejército. Pero el golpe militar fracasó y permitió que un Chávez triunfante reclamara para sí una mayor legitimidad democrática.

Chávez dio sus primeros pasos claros hacia el autoritarismo en 2003. Ante un apoyo público que se desvanecía, paralizó un referéndum organizado por la oposición que lo habría destituido (…). En 2004, el Gobierno elaboró una lista negra con los nombres de quienes habían firmado la petición de destitución y llenó el Tribunal Supremo de letrados afines, pero la reelección en 2006 le permitió mantener una fachada democrática. El régimen chavista se volvió más represivo después de 2006, cuando clausuró un importante canal de televisión; arrestó o exilió a políticos de la oposición, a jueces y a figuras mediáticas bajo cargos dudosos; y eliminó los términos del mandato presidencial para que Chávez pudiera permanecer en el poder de manera indefinida”.

Los ejemplos citados no hacen más que dejar en evidencia que el populismo no conlleva a mejorar la calidad de vida de las personas, sino que las arrastra a coartar sus libertades. Debemos aprender de los errores del pasado, como de la evidencia comparada, y no dejar que se destruya el sistema democrático, que es el que permite a cada individuo vivir su vida de la manera que estime conveniente, respetando desde el luego los derechos de los demás.